GARA > Idatzia > Ekonomia

Crisis del sistema financiero

La reforma financiera: conceptos correctos pero demasiado tarde

Los autores defienden que las reforma financiera aprobada recientemente incluye algunos puntos que pueden caminar en la dirección correcta pero inciden en que para sanear el sistema financiero es imprencindible imputar las pérdidas también a los acreedores mayoristas.

p022_f01.jpg

Ekai Group

La reforma financiera española puesta en marcha a través del Real Decreto-ley 24/2012, de 31 de agosto, de reestructuración y resolución de entidades de crédito, supone un avance conceptual importantísimo en las políticas anticrisis españolas. Por primera vez, los esfuerzos de las políticas anticrisis se centran donde deberían haberse ubicado desde hace cinco años: en la resolución de los desequilibrios internos de las entidades financieras.

En efecto, tanto la estrategia de «consolidación» bancaria incomprensiblemente abordada por el anterior ejecutivo, como las políticas de rescate bancario soportadas en políticas de austeridad, como las estrategias de exigencia de fondos de rescate a la Eurozona o al BCE, no han hecho sino evitar el problema de fondo de la economía española.

Este problema de fondo no es otro sino un sobreendeudamiento de tal dimensión -casi un 400% sobre PNB- que resulta imposible de corregir a través del pago de las deudas acumuladas o del rescate por parte de los fondos públicos y, por lo tanto, solo la reestructuración del sistema bancario reduciendo los balances a su valor real puede solucionarlo.

En este contexto, el nuevo Decreto contiene algunos elementos importantes como son el principio de la minimización de los recursos públicos destinados a apoyar al sistema financiero, el principio de protección de los depositantes, la imputación de pérdidas a accionistas y acreedores del mercado de capitales y el establecimiento de un procedimiento legal específico para hacer efectiva esta imputación de pérdidas.

Por todo ello, nos parece evidente que esta reforma financiera, por primera vez, apunta en la dirección correcta desde un punto de vista conceptual y supone un paso esencial para una adecuada orientación de las políticas públicas. No obstante, hay matices de gran importancia que limitan el impacto de esta significativa mejora en la orientación.

En primer lugar, el hecho de que el planteamiento de los conceptos básicos de este nuevo enfoque haya tenido que esperar hasta su imposición por el Eurogrupo a través del Memorando de Entendimiento que establecía las condiciones de las ayudas a la banca española.

En este sentido, es difícilmente comprensible, y menos justificable, la desorientación en la que las políticas públicas españolas han vivido durante estos cinco años, las bases estructurales y las vías de resolución de la crisis. En segundo lugar, el hecho de que la imputación de pérdidas se limite a los acreedores subordinados, olvidando a otros acreedores «mayoristas».

Si parece claro que los acreedores subordinados deben responder en primer lugar, inmediatamente después de los accionistas, no se advierte por qué, tras establecer el principio de «proteger a los depositantes», en la práctica este principio se extiende a la protección de los acreedores que, a través de cédulas y bonos, han invertido de forma sistemática en las entidades financieras españolas y son cuantitativamente los principales responsables de su sobredimensionamiento.

En este sentido, los objetivos del Eurogrupo son probablemente claros. Limitando la imputación de pérdidas exclusivamente a los acreedores subordinados, se pretende proteger a los inversores franceses, alemanes y norteamericanos que constituyen el núcleo de los suscriptores de los bonos y cédulas emitidos por las entidades bancarias españolas. Pero la lógica económica de esta protección es inexistente, sin perjuicio de su explicación política.

Y éste es el punto débil de esta reforma. Porque evitar la imputación de pérdidas a los acreedores «mayoristas» no subordinados supone minimizar las posibilidades de resolución del problema financiero español a través de la asunción por el mercado de capitales de su responsabilidad en la generación y resolución de esta crisis.

El problema fundamental de los principios planteados en esta reforma radica en su aplicación cuantitativa. Por un lado, si tenemos en cuenta que las inversiones de los acreedores subordinados suponen alrededor de un 6% del total de inversiones de los acreedores no depositantes, nos podemos hacer una idea de hasta qué punto los avances de esta reforma financiera son importantes desde el punto de vista conceptual y, a la vez, pueden ser insignificantes desde una perspectiva práctica.

De cualquier forma, teniendo en cuenta el vacío y la desorientación conceptual de las políticas anticrisis en el Estado español, el avance que, en estos términos conceptuales, supone esta reforma financiera no debe despreciarse. Se empieza a apuntar en la dirección correcta.

Este «apuntar en la dirección correcta» podría ser el primer paso para una resolución definitiva a medio plazo de los problemas de sobreendeudamiento de la economía española, evitando la vía del rescate público, las medidas exageradas de austeridad y el «saqueo» de los recursos de la eurozona.

Lamentablemente, esta reorientación conceptual llega demasiado tarde. El Estado español ha perdido cinco años en una constante huida hacia adelante, ha liquidado innecesariamente su tejido de cajas de ahorros, ha dejado transcurrir cinco años sin reanimar la economía real, ha desestructurado las cuentas públicas, ha dejado que la situación del tejido productivo se deteriore progresivamente y está destruyendo su economía productiva a través de unas medidas draconianas de austeridad. Todo ello en un contexto destinado a salvar al sistema financiero -o, mejor dicho, a determinadas entidades- sin abordar la necesaria reestructuración de sus balances.

Teniendo en cuenta el agotamiento de los recursos propios de las entidades de crédito en dificultades, limitar el impacto de las reestructuraciones a accionistas y acreedores subordinados puede implicar que, como mucho, se consiga imputar a los mismos 20.000, 30.000 ó 40.000 millones de euros de pérdidas. Pero el Estado español necesitaría, probablemente, niveles de imputación diez veces superiores: 200.000, 300.000 ó 400.000 millones de euros. Y esto solo es posible imputando pérdidas al resto de los acreedores mayoristas. Aunque sea políticamente complicado.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo