El Código Penal español es el más duro de Europa, y de ello se han jactado muchas veces en Madrid. Probablemente, es necesario ir hasta Turquía para encontrar un marco legal tan severo. Sin embargo, el PP ha querido dar un golpe de efecto al incluir la «prisión permanente revisable» para los casos relacionados con organizaciones armadas o que sean considerados «de especial gravedad». En estos supuestos, las condenas serían revisadas a los 25 o 35 años, aunque la actual legislación ya incluye los 40 años de cumplimiento íntegro tras la última reforma, algo impensable en cualquier otro estado de la UE, donde aun en los casos en los que existe la cadena perpetua, en la práctica pocas veces se superan los 20 años de cárcel. A efectos prácticos, y en lo que se refiere a este país, la reforma del PP tiene mucho de propaganda.

Donde sí se ve un claro endurecimiento y se intuye un intento de trasladar al conjunto del Estado el ánimo represivo que ha guiado a la Justicia española en Euskal Herria es en la inclusión de penas más duras por casos de «desobediencia o resistencia a la autoridad». Se trata de una vuelta de tuerca que busca cercenar la libertad de expresión, en un momento en el que las protestas contra la gestión de la crisis y contra los recortes en servicios públicos universales se multiplican.

Con todo, en un contexto en el que ETA ha cerrado definitivamente su actividad armada, el Gabinete de Mariano Rajoy busca esencialmente saciar el sentimiento de venganza que anida en un importante sector de la sociedad española. Pero, al mismo tiempo, se revela como un gobierno profundamente reaccionario, diametralmente opuesto al modelo que rige, por ejemplo, en Noruega, que ha dado una lección de civismo y madurez tras la matanza de Utoya. Para los mandatarios españoles sus homólogos noruegos probablemente son débiles, timoratos y pusilánimes; sin embargo, ante el mundo son ellos los que representan a un estado cruel, rencoroso y carcomido por el odio.