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Dos pueblos con objetivos y adversarios comunes, con fortalezas y estrategias propias

La Diada de 2012 ha supuesto un antes y un después no solo en el devenir histórico del pueblo catalán, también en la situación política del Estado español, en el debate sobre la viabilidad y la necesidad de la independencia en Euskal Herria y, en general, en la agenda de la Unión Europea. El clamor por la independencia fue tan masivo que no puede ser ni silenciado ni manipulado; debe ser escuchado y respetado. También desde Euskal Herria, donde se ha visto la capacidad de movilización de los catalanes con amplia simpatía y una dosis razonable de envidia, incluso en un momento histórico en el que el independentismo vasco tiene más fuerza que nunca.

Las fortalezas de los independentistas vascos y catalanes son distintas pero cada vez más parejas. Al igual que son naciones diferentes de la nación española, también son diferentes entre sí, por mucho que compartan adversarios, objetivos y un sentimiento de solidaridad mutuo. Por supuesto, deben colaborar y estrechar todos los lazos que las unen, que son muchos y no se han desarrollado como se debiera. Pero también deben desarrollarse de manera endógena y crear sus propias estrategias, adaptadas a las sociedades en las que deberán ganar.

En el caso catalán, al desprecio y la animadversión que sufren por parte de un sector importante de la sociedad española se le suma el coste económico y social de sostener a quien no te respeta. Ese hartazgo se ha articulado políticamente de manera más nítida que nunca. En el caso vasco dos proyectos de país se confrontan con fuerzas similares, por primera vez desde la muerte de Franco: por un lado, el de quienes quieren mantener el estado actual de las cosas, una autonomía una y mil veces incumplida, un sistema clientelar y un estado de excepción que reflejan claramente los más de seiscientos presos políticos, la constante amenaza seudojurídica y la militarización. Por otro lado, un proyecto renovado que propone un cambio estructural que va desde lo cultural a lo político, pasando por lo socioeconómico. Una alternativa en toda regla.

Por el contrario, la posición española no presenta actualmente fortalezas, tan solo la fuerza de lo establecido y su capacidad de imposición, que no es poco.

En la agenda de las instituciones europeas

Tras la masiva manifestación de Barcelona, la comunidad internacional y, en concreto, las instituciones europeas han podido comprobar que el fenómeno independentista crece dentro de sus fronteras. [Por ejemplo, la revista «Time» ha considerado la noticia una de las más relevantes y el mensaje de Twitter de la BBC World más reproducido esta semana ha sido el que informaba sobre la Diada; datos anecdóticos, quizás, pero significativos, más aún tratándose del mismo día en el que linchaban al embajador norteamericano en Libia]. Históricamente esa comunidad ha preferido no contemplar esta cuestión dentro de su agenda y gestionar las crisis según llegaban. Es evidente que en este momento esa política no es inteligente.

El proceso escocés sigue su curso, con las tensiones lógicas, pero dentro de los parámetros político-institucionales normales. El conflicto vasco ha entrado en vías de resolución, en parte gracias a la aportación de la propia comunidad internacional. La posición española de continuar como si ETA no hubiese declarado el cese definitivo de la lucha armada hace ya casi un año resulta cada vez más insostenible. Asimismo, el frente soberanista y de izquierda formado en torno a EH Bildu aspira a ganar las próximas elecciones y, en todo caso, sus resultados supondrán un cambio del mapa político vasco que, por definición, moverá el resto de posiciones. En el caso catalán, la sociedad ha superado por encima, por debajo y por los lados los diques ideológicos y estratégicos establecidos por el establishment barcelonés. La demanda social es clara: independencia. Para colmo, las propuestas de «pacto fiscal» en Catalunya y de «concierto político» en Euskal Herria resultan hoy por hoy inviables, no solo por falta de voluntad política por parte de Madrid, sino por imposibilidad fáctica. Europa debe ser consciente de ello. Y, si realmente busca la estabilidad, debe empezar a considerar seriamente quién es el que la distorsiona, si los pueblos que quieren poder decidir su futuro en paz y libertad o quienes se lo niegan.

Por todo ello, frente a quienes defienden que lo que realmente interesa a la población es la crisis y no cuestiones identitarias o soberanistas, tanto en Catalunya como en Euskal Herria cada vez son más las personas que consideran que ambas son las dos caras de la misma moneda. Y sobre todo, cada vez son más quienes están convencidos de la incapacidad intrínseca del Estado español para resolver ambos problemas. Por eso se están articulando mayorías sociales, políticamente conscientes y activas, que ven la independencia como única solución posible para construir sociedades más justas y más democráticas. En definitiva, cada vez más gente defiende activamente nuevos marcos políticos que sean respetuosos con las personas en todas esas dimensiones que les hacen personas y les convierten en ciudadanos de pleno derecho, no en donantes pasivos, en adornos culturales maltratados o en votantes de segunda categoría. Como toda lucha por la emancipación, no será fácil. Pero cada vez es más difícil detenerlas.

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