ANÁLISIS | PROTESTAS MUSULMANAS
Islamismo e islamofobia, de vuelta al pasado
La crisis provocada por las protestas contra el film que denosta a Mahoma y a la religión musulmana ha servido para devolver al centro de la escena a lo peor del islamismo y de la islamofobia. El autor aporta certeras pistas sobre los beneficiarios de esta emergencia.
Santiago ALBA RICO Analista del mundo árabe
Un titular de el diario español «El País» del pasado 15 de septiembre indicaba muy bien la dirección del análisis: «La ola de violencia contra Occidente recorre todo el mundo musulmán». Poco importa saber qué mano negra está detrás del ofensivo bodrio titulado originalmente Inocencia de Ben Laden y luego Inocencia del Islam. El que lo hizo sabía cómo iba a reaccionar el «mundo musulmán» y cómo iban a reaccionar nuestros medios de comunicación; sabía que la mayoría pacífica que lucha por cambiar sus condiciones de vida iba sentirse atacada en el corazón de su identidad cultural y que una minoría violencia iba a asaltar y quemar embajadas estadounidenses; y sabía que nuestros periódicos y televisiones, que jamás hablarían de «una ola intervencionista occidental recorriendo el mundo musulmán» y que han ignorado las movilizaciones y huelgas multitudinarias de los últimos meses en Egipto y Túnez, iban a orientar todos sus focos hacia esta nueva «explosión de fanatismo» demostrativa de la verdadera calidad de las sociedades musulmanas y del islam mismo.
Todo ha sido un espejismo. Cuando el mundo árabe parecía rehabilitarse a nuestros ojos a través de esos levantamientos populares que reclamaban democracia y dignidad -y no sharia y teocracia-, los asaltos e incendios de embajadas «occidentales» nos devuelven a la realidad, restableciendo en el centro de la escena el peor islam y la peor islamofobia. ¿En interés de quién? ¿Por qué en estos momentos?
En interés sin duda de todas las fuerzas reaccionarias de la zona, cómplices o rivales, y justo cuando se esbozan toda una serie de cambios en el orden geoestratégico y en el orden local.
Un reciente informe de la Comunidad de Inteligencia de Estados Unidos demuestra que los intereses estadounidenses no coinciden con los del Estado de Israel (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=155564&titular=%BFplanes-estadounidenses-para-un-oriente-medio-post-israel?-) y de alguna manera invita al gobierno a revisar su política de apoyo incondicional al sionismo. Eso ocurre cuando los EEUU, tras los levantamientos árabes, se ha visto forzado a negociar en Túnez y Egipto con partidos islamistas muy complacientes desde el punto de vista económico, pero cuya política exterior cuestiona sin duda el statu quo en Oriente Próximo. Un mundo árabe de pronto ingobernable y violento, intolerante y fanático, efervescente de tensiones sectarias y radicalmente anti-estadounidense -hasta el punto de asesinar a sus embajadores- pone en serios aprietos a Obama en vísperas de las elecciones y realza el papel de Israel como «única democracia» de la región y único socio fiable de Occidente.
Si hay una fuerza interesada en impedir la democratización del mundo musulmán y en inducir respuestas identitarias y religiosas, preferiblemente violentas, es sin duda Israel. Y para ello cuenta, por supuesto, con la colaboración en EEUU del sio-evangelismo republicano que trata de evitar la reelección de Obama.
Pero no hay que olvidar tampoco, a nivel local, a los «viejos regímenes», incluido el sirio, a los que conviene la reactivación de los marcos de legitimación en los que se apoyaron las dictaduras: la primitiva y eficaz «guerra contra el terrorismo islámico». Los asaltos «salafistas» a las embajadas en El Cairo y Túnez ponen en una situación difícil a Mohamed Mursi en Egipto y a Hamadi Jebali en Túnez, obligados a reprimir por la fuerza protestas cuyo impulso comparten. La amenaza del «salafismo» como permanente fuente de inestabilidad en países sumergidos en procesos de cambio alimenta la demanda de orden por las minorías religiosas (los cristianos de Egipto y Siria, por ejemplo) y de las clases burguesas urbanas. El máximo beneficiario político del asalto a la embajada estadounidense en Túnez es sin duda Nida Tunis, la coalición electoral encabezada por el ex primer ministro Caid Essebsi, fundada hace apenas dos meses, en la que confluyen todos los fulul de la dictadura.
Finalmente, por supuesto, está esa vaga constelación que ahora llamamos «salafistas» y que asociamos a la vieja franquicia de Al-Qaeda, superada por las revoluciones árabes, minoritaria y descolocada, pero a la que toda provocación identitaria y toda «sectarización» ofrecen una nueva oportunidad de repenetración en la zona. Todavía no son más que «polizones en los movimientos populares» (como dice el padre Paolo de la presencia de Al-Qaeda entre los revolucionarios sirios), pero mientras subsistan los problemas endémicos que el mundo musulmán hereda de las dictaduras -paro, miseria, represión sexual, bajos niveles culturales- podrá encontrar y ampliar sus «nichos de mercado».
El llamamiento de Al-Qaeda a la «unión de los musulmanes», atribuyéndose además la acción de Bengasi (al alcance de cualquiera de los grupos armados que combatieron a Gadafi), revela el interés «salafista», idéntico al de las fuerzas reaccionarias rivales, en sacar ventaja de la provocación islamofóbica y sus consecuencias.
La recuperación del viejo discurso de la «confrontación cultural» sólo puede perjudicar a todos los que luchan a nivel global y local por la democratización del mundo musulmán, la soberanía regional frente al imperialismo y la liberación de Palestina. Los movimientos populares del mundo árabe deberán estar muy atentos para no ceder a esta polarización. En cuanto a la izquierda «occidental», o al menos una parte de ella, debería aprender a ser menos «anti-occidental» y no aplicar esquemas de confrontación binaria que nos obligarían a celebrar el asesinato del embajador estadounidense en Libia por las mismas razones que nos llevaron ayer a denunciar el asesinato de Gadafi.
El aprieto de Obama frente a esa muerte que no puede vengar debería convencernos de la complejidad de este tablero en el que, para bien y para mal, muchas fuerzas conservan su propia autonomía y sus propias ambiciones.