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Iratxe Fresneda Periodista y profesora de Comunicación Audiovisual

Chaika

Mediante las películas viajamos, imaginamos cómo son aquellos lugares que aún no hemos visitado y que, quizá, jamás transitaremos. Captar la esencia de un lugar y transformarlo en cine es una operación complicada y no siempre sale bien. «Chaika» lo consigue, logra conmovernos en la butaca, hacernos sentir el dolor y la angustia que padecen los personajes de la pantalla, su soledad. Tres historias que se cruzan, idas y venidas, encuentros y desencuentros. «Chaika», el segundo largometraje del madrileño Miguel Ángel Jiménez, es una película magnética, dura como el espacio donde se mueven y luchan por sobrevivir sus protagonistas, algún territorio perdido entre Europa y Asia. Rodada en Orlovka, una pequeña zona georgiana conocida como la pequeña Siberia, el segundo largometraje de Jiménez plasma mediante una espectacular y cautivadora fotografía (que peca por momentos de rebuscada) la odisea vital del joven Tursyn que regresa a su hogar, la de Ahysa, una joven obligada a prostituirse y la de Asylbek, un hombre de las recónditas montañas de Seit. Su viaje nos muestra lugares como el «Kraken», un barco factoría que faena en el Mar del Japón y que requiere del servicio de prostitutas, el cosmódromo de Baikonur y los cementerios de chatarra espacial de la estepa kazaja. «Chaika» (gaviota) es el nombre con el que el dirigente soviético Brezhnev bautizó a Valentina Tershkova, la primera mujer que viajó al espacio el 16 de junio de 1963 y se convirtió en heroína de la URSS. Su historia está ligada de un modo u otro con el viaje de Ahysa, con el dolor de su gente. Un viaje emocionante que define la esencia misma de este largometraje rodado con talento y valentía. Una joyita.

 
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