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Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista

La lealtad insidiosa

Antonio Alvarez-Solís replica en este artículo al candidato a lehendakari del PNV, Iñigo Urkullu, que dice asustarse por algunas de las manifestaciones de la candidata de EH Bildu, Laura Mintegi, algo que en su opinión no es sino una frivolidad con la que el jeltzale pretende desbaratar todo intento de realizar un debate en serio. El periodista confiesa que si algo le asusta es la constante referencia a «poderes superiores» por parte de uno de los participantes en el contencioso como, «por ejemplo, la referencia a las Fuerzas Armadas como salvaguarda de la unidad de la patria».

Yo no suelo «asustarme» cuando escucho determinadas cosas, como le pasa al Sr. Urkullu cuando oye hablar a la Sra. Mintegi. Estoy acostumbrado a pensar con una cierta entereza intelectual sobre lo que percibo, me resulte favorable o adverso, pero a veces me preocupo cuando constato la repetición de frivolidades que desbaratan cualquier intención de seriedad en el debate. Simplemente. Por ejemplo, me intranquiliza la creciente frecuencia con que en Madrid los gobernantes y muchos ciudadanos manifiestan que la independencia que reclaman vascos y catalanes es una deslealtad. ¿Deslealtad? ¿A quiénes son desleales los vascos y catalanes? Las palabras solemnes me ponen en guardia porque siempre temo que transporten alguna estulticia de bulto que me expulse abruptamente del diálogo. Por tanto, lo primero que hago cuando temo que tenga que enfrentarme a esos términos gloriosos es acudir a un diccionario autorizado a fin de situarme correctamente ante ellos. Así, por ejemplo, el diccionario de la Real Academia Española define la lealtad como el «cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien». El párrafo resulta asfixiante. Por ello acudí al término «fidelidad» por si enumeraba sus leyes, pero en «fidelidad» se limitaba el mismo diccionario a devolverme a lealtad, añadiendo esta irrelevante puntualización sobre la fidelidad: «observancia de la fe que uno debe a otro». En resumen, que tanto fidelidad como lealtad son palabras bastante indeterminadas y huecas de sentido, a no ser que se utilicen como una barroca reclamación de servidumbre.

De las anticipadas leyes, ni rastro. En cuanto a la «hombría de bien», me pareció un referente muy apropiado al cuadro de Goya en que dos jayanes enterrados hasta la cintura tratan de apuñalarse mutuamente. En la historia española la «hombría de bien» suele emplearse en las necrológicas de los gobernantes que han robado clamorosamente o como adorno churrigueresco de los individuos que tiran de navaja contra el autor del embarazo indebido de su hermana. En cualquier, caso ni la lealtad ni la fidelidad conducen a otra cosa que a someterse al quídam que exige ambas docilidades.

La pura verdad es que el empleo de la fidelidad ha de usarse más bien como coherencia entre lo que se piensa y el ejercicio de lo que se piensa. Es, pues, un término para consumo interno del individuo o de su grupo. Un vasco que mantenga su propósito de realizarse plenamente como miembro de su nación es fiel a sí mismo cuando reclama coherentemente la soberanía, mas no es infiel a nadie ajeno. Esta fidelidad o integridad conlleva obligaciones tan sencillas como ser firme y constante en el ejercicio de la política que se propugna. Se trata de ser un honesto nacionalista. Quizá esto es lo que «asusta» de la Sra. Mintegi al Sr. Urkullu. En los últimos cien años no han abundado, ni muchísimo menos, los comportamientos de fidelidad a uno mismo en cuanto se refiere a las creencias políticas y a su leal y clara transmisión a los miembros del tributariado. La gente notable, en su mayor parte, ha inventado para zafarse de todo compromiso real y honesto consigo misma el término de transversalidad, que en su segunda acepción es definido por el diccionario de la Real Academia Española como «apartarse o desviarse de la dirección principal o recta». Para que no se me oponga que del diccionario escojo siempre la significación que más me conviene respecto a los términos que cuestiono, he de añadir que la acepción primera de transversalidad dice: «Que se halla o extiende atravesando de un lado a otro», lo que, según se mire, tampoco mejora la cosa en cuanto a seriedad ideológica. Ir de un lado a otro produce unos resultados grises.

Todo esto del honor, de la hombría de bien, de la lealtad suele funcionar en España como prólogo al envío de la Guardia Civil para encarrilar los problemas políticos o económicos de acuerdo con las directrices de la clase dominante, que es la que define la lealtad o la fidelidad ejercitable entre los que tiran de pico y pala, patriotas a los que se refirió en su momento la Sra. Esperanza Aguirre. Hay que insistir en que esa clase dominante es pertinazmente caudillista, por lo que cultiva con terquedad esos términos de adhesión a los que vengo refiriéndome y a los que añade un patriotismo sonoro que sirve de exclusa constitucional. Desde luego a quienes creemos en el liberalismo como valor primigenio a fin de debatir honestamente algo, nos asusta, y en este caso vale el verbo asustar, la constante referencia a poderes superiores por parte de uno de los participantes en el contencioso, como es, por ejemplo, la referencia a las Fuerzas Armadas como salvaguarda de la unidad de la patria. Si uno inicia así el encuentro, quedan escasas esperanzas para usar la razón civil. Concebir la unidad como una militarización permanente jibariza el alma del adversario. Me pregunto además si ese constante recurso a la fuerza armada para someter a catalanes y vascos, repetidamente empleado en los mails que envían tantos exaltados españoles a sus periódicos, no constituirá un delito de exaltación de la violencia. La verdad es que en ese panorama a uno de los debatientes le sobran guardias y al otro le faltan ciudadanos. Ciertamente, uno se sorprende en este punto que ningún fiscal proceda a denunciar como apologistas de la violencia a estos ciudadanos que ponen dos pistolas sobre la mesa cuando sus oponentes cantan las cuarenta con las pacíficas cartas en la mano. En ese momento no es válido hablar de la unidad de la patria como argumento de triunfo en la partida soberanista. Claro que los ministros del Interior y de Justicia del Gobierno de Madrid enjuician esa violenta postura como una loable muestra de razonable lealtad y fidelidad a la única patria concebible. La natural respuesta de los aspirantes a su soberanía es tildar de terrorismo a esta insidiosa forma de interpretar la legalidad, con lo que el debate deriva hacia planos muy elementales. 

La carencia de un lenguaje político elegante, al menos en su estructura sonora, lleva a España a términos de alejamiento respecto a una gran parte del conjunto europeo. En su momento, el Sr. Jovellanos ya planteó a Carlos III la necesidad de una escuela de teatro que evitara el estilo gritón de los actores españoles, lo que no se pudo evitar hasta que Rafael Rivelles introdujo la modernidad en los escenarios hispanos allá por los años 50 del siglo pasado. Hay que recordar que esta carta del Sr. Jovellanos fue escrita desde uno de sus destierros en Asturias, lo que ya desvela el riesgo que la libertad de pensamiento conlleva en España.

La estridencia sonora de Madrid cuando se toca cualquier cuestión malogra ya en principio toda aproximación a una práctica razonable del debate. Sé que la advertencia puede ser calificada de frívola por su formalismo, pero una parte notable de los problemas que acosan a España empieza a surgir cuando se trata de emplear la voz en términos inteligentes. En ese momento, sea de fútbol o de política, la lengua de muchos españoles se convierte en una bayoneta legionaria que se lleva por delante cualquier tipo de razón o de individuo. Puede llamarse hijo de puta a un obispo o a un delantero centro. Las lealtades españolas son barrocas e incomunicantes. Constituyen algo parecido a un temible juramento de sangre. Ante ese juramento cede hasta la manipulada Constitución si llega el caso. No sería la primera vez que un general montado a caballo entrara en el hemiciclo de los diputados para levantar la sesión. Esperemos que ahora los generales no estén al día en equitación.

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