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Raimundo Fitero

Animados

 

Las estatuas humanas forman parte cotidiana de la inmensa mayoría de las calles de las grandes ciudades, villas y pueblos. La crisis ha lanzado a muchos a compartir esquinas, paseos, centros comerciales y plazas. Muchas de las estatuas están muy trabajadas, tanto en su concepción como en su ejecución. Con maquillajes muy complejos y requerimiento a los actores que las encarnan de un dominio físico de su cuerpo considerable. Pero junto a estos trabajos, más o menos creativos, han aparecido multitud de buscavidas que van a cualquier tienda de disfraces, buscan el de algún personajes de los dibujos animados televisivos y se lanzan a esos mismos lugares a fotografiarse con los niños, a cambio de una limosna, propin o dádiva de la que viven.

En algunos lugares se amontonan. Y de repente, hemos podido ver en nuestras pantallas varias una escena de violencia, una pelea a puñetazo limpio entre Bob Esponja y Hello Kitty en la madrileña Puerta del Sol, a pleno día, con la presencia de niños viendo la bochornosa pelea y que son el reflejo de una situación económica que crispa, que hace que la gente deba buscar soluciones a sus penurias de la manera que sea, la más rápida, y la competencia estorba y molesta.

En paralelo hemos visto otra imagen de un niño apuntando con una pistola de juguete en Beirut a un Mickey Mouse que vendía globos en una calle, lo que nos explica el poder de las multinacionales del entretenimiento, la globalización manifestada en estos signos de una cultura tan agresiva, tan predominante, que tiene en el flanco de los niños y niñas su máxima capacidad de penetración y que, como se puede comprobar, cruza fronteras, religiones, costumbres y se convierten en iconos de la modernidad trasnochada, de una noción de la vida.

Su utilización oportunista por quienes deben buscar su sustento de manera desesperada es una confirmación de este poder otorgado por su insistencia, por su constancia en la instauración de un modelo único de pensamiento, de estética, de mercado.

Y por eso acaban a hostias por un buen sitio donde limosnear disfrazados, quizás una manera metafórica de expresar su auténtica personalidad.

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