Iñaki Egaña | Historiador
Apagón informativo
El Museo de Bellas Artes de Bilbo acoge, junto a su excepcional colección permanente, una muestra del artista colombiano Fernando Botero. Entre los 79 cuadros seleccionados, tuve la ocasión de apreciar tres de la colección Abu Ghraib, pintados por Botero en 2005 y presentados públicamente en Berkeley (California) dos años después. Como podrán imaginar, se trata de pinturas relacionadas con las torturas que infligieron soldados norteamericanos a prisioneros iraquíes.
La visión de las imágenes de torturados es una percepción inquietante. Las estancias del museo acogen a los visitantes que, bulliciosos, entretenidos, amables, comentan las formas características de los personajes de Botero. Los más atrevidos se acercan a los cuadros, perciben los detalles e incluso reparan en algún fragmento de la escena pictórica.
La sala que ampara a las pinturas en las que se reúnen las torturas de Abu Ghraib, en cambio, permanece en silencio. Incomodidad. Paso rápido. Y, sobre todo, distancia. Nadie se acerca a menos de cinco metros de los cuadros, como si la sangre del prisionero torturado estuviera aún templada. El dolor del torturado espanta.
Abandoné el museo y salí al parque de Doña Casilda, en una mañana otoñal que anunciaba bonanza, con una sensación extraña. Un déjà vu, ese estremecimiento de haber visto previamente las escenas de la exposición que más me habían impactado, no por las peculiaridades del autor, sino por la cercanía. Y, sin embargo, jamás antes había alcanzado a Botero de cerca. Era el estreno.
Los cuadros de iraquíes torturados en el Bellas Artes no habrían podido ser expuestos si el apellido de los mancillados tuviera una candencia habitual en el listín telefónico de Barakaldo, de Donostia, de Iruñea. No alcanzo a imaginar una exposición en uno de los lugares emblemáticos de nuestro país sobre la tortura, aunque formara parte de una más generalista. Botero puede retratar la tortura de los iraquíes pero nadie hubiera podido reflejar la de los prisioneros vascos. Al margen de las cuestiones artísticas.
Hace unas semanas el Festival Internacional de Cine de Donostia denegó sala y formulario oficial a varias películas producidas precisamente en nuestro país. No había exposición de torturas de por medio, ni apología de la liberación. Alguna de las películas descartadas trataba levemente la conculcación de derechos humanos. Los patrocinadores del Festival, a través de la dirección del mismo, vetaron los relatos. Por razones peregrinas, en absoluto convincentes.
En ese mismo festival he asistido a proyecciones en las que he sentido vergüenza ajena. Subproductos militares, ultraderechistas, partidistas... Más de una vez abandoné la sala de proyección con el pulso acelerado. No he sido el único. Pagar y sentirse engañado por un título o una sinopsis malintencionada duele. No es agradable.
Lo de Botero y el Festival no son hipérboles, simplemente ejemplos de que las cosas las tomamos con naturalidad cuando en realidad no lo son. Amaguen con una exposición sobre la tortura en el Guggenheim y tendrán la ocasión de salir escaldados. Seguramente sufrirán el acoso del delegado del Gobierno y de organizaciones parapoliciales. Lo del Festival de Cine de Donostia es más de lo mismo. Sabemos qué hay detrás pero solo cabe lo oficial, aunque sea cutre.
Ha habido, sin embargo, otra exposición en Bilbao, en la Alhóndiga, titulada «Humor gráfico contra ETA», de entrada gratuita por cierto, en la que se podían observar, en la línea del festival donostiarra, descripciones racistas de medios fascistas, con la excusa de la «lucha contra el terrorismo». Políticamente correcta, por lo que parece, incluso para los que la han subvencionado.
Vienen a cuento estas reflexiones para rellenar el título del presente artículo. Somos, sin duda, la sociedad más informada en la extensa historia de la humanidad, pero seguimos asistiendo a un control férreo de la información, a una estrategia que parodiando a aquel cambio y negocio con los aparatos de televisión, llamaría «apagón informativo».
Todos nosotros seríamos capaces de hacer una lista interminable sobre temas que conformarían su idoneidad para estar presentes en el saco de ese «apagón informativo». Temas a los que, suceda lo que suceda, no se puede poner en portada. Televisiones, medios escritos, portavoces políticos, sindicales o culturales, jamás harán referencia a los temas tabú, aquellos que ponen en entredicho el concepto mismo de democracia y participación.
Sabemos que el rey Borbón es un clown y la monarquía un anacronismo. Hace unos días, le fueron dirigidas dos denuncias para investigar la paternidad de un hijo presuntamente sin reconocer. Mutismo en las gradas. El monarca español es intocable, lo avala incluso la Constitución carpetovetónica. Se sabe de sus aventuras y correrías, pero el silencio impera. Es uno de los pilares del cuento hispano, forjado desde Tubal y Tarsis, los nietos de Noé que poblaron España, hasta el supuesto tirón de orejas de Rajoy a Merkel, pasando por Don Pelayo y El Cid.
El paradigma de este apagón informativo lo hemos vivido estos días con la tragedia del mar de Alborán. La cifra de víctimas mortales oscilan entre los 23 y los 54 muertos (los desaparecidos parece que no cuentan en la estadísticas hasta pasados unos años). El grupo Vocento hace tiempo que acuñó un titular para ellos, «ilegales», como si la vida estuviera asentada únicamente en una ley digitalizada.
El espectáculo cotidiano elude la injusticia, la desigualdad, la tremenda inmoralidad que ofrecen los canales propagandísticos de esas máquinas diseñadas exclusivamente para hacer dinero. Si los ahogados que huían del hambre, alentados por los anuncios televisivos de un mundo irreal, hubieran nacido en Madrid, Barcelona o Gasteiz, la cobertura habría sido excepcional. Sabríamos de sus abuelos, de sus gustos culinarios, de sus deportes favoritos.
Pero no. Estamos en el show de Truman. Un reality gigantesco.
Vivimos en una sociedad ficticia, una gran mentira creada para el consumismo, para el goce de unos cuantos, extremadamente desigual, corrupta, vertical, despótica, en manos de especuladores financieros que se apoyan en conceptos medievales de posesión de territorios y súbditos. La realidad es el desahucio y no la campaña por la sostenibilidad que está realizando el mismo banco que expulsa a los que no llegan a pagar los intereses de la hipoteca.
El apagón informativo sobre decenas de temas es, precisamente, el que permite que las injusticias se perpetúen. No solo sobre la tortura, los malos tratos, la conculcación de los derechos humanos, sino también sobre lo contrario, es decir sobre la elevación a los altares a protagonistas que se deberían encontrar entre rejas. Si el mundo fuera solo un poquito más justo. Y, sin embargo, estos delincuentes oficiosos son portada del corazón, de revistas financieras y de telediarios.
Es cierto que soy suspicaz. Incrédulo después de años de escuchar un mismo discurso con colores diversos. El apagón informativo es despiadado. Gigantesco. Dicen que la humanidad se enfrenta a un nuevo ciclo. Creeré en el cambio, en la dichosa bombilla de Einstein, cuando el Museo de Bellas Artes de Bilbo atienda a una exposición sobre la tortura, en la que los cuadros reflejen los tratos en calabozos cercanos, no en mazmorras a miles de kilómetros.
Creeré en la ligereza de la luz cuando encienda el aparato de televisor y reconozca al hermano de uno de los ahogados en Alborán explicando las razones de su angustia, la injusticia de un sistema que premia a los ricos y castiga a los pobres. Cuando la palabra «ilegal» deje de ser antónimo de «justo».
Admitiré la velocidad de los neutrinos cuando toda esa pléyade de actores de la vida nos permitan conocer, en igualdad de oportunidades, las verdades que mueven el mundo. Las de carne y hueso, no las de neón. Las intuyo, es cierto, pero quiero oírlas con sinceridad para poder decir que el apagón informativo pasó a la historia. Esa fecha será un gran día.