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Mikel Casado Licenciado en Filosofía, miembro de Lokarri

Hablan los ojos

No solo pensamos con la razón, también con las vísceras. Lo mismo ocurre al mirar la realidad. De modo que pueden escribirse tantos relatos como individuos perceptores. No hay un relato único que se pueda imponer al resto

El pasado 17 de octubre, con motivo de la celebración del primer aniversario de la Conferencia de Aiete, tuve ocasión de ver el estreno del documental «Hablan los ojos», en el que se ve dialogar, cara a cara, víctimas de un lado y otro del conflicto que parece haber visto el final definitivo. Como miembro de Lokarri que soy, me gustaría comentar un par de aspectos que el documental explicita y que tienen gran importancia en cuanto a la forma de encarar el futuro. Al mismo tiempo, me gustaría que esos comentarios sirvieran como una aportación más para la comprensión del fenómeno. Esos dos aspectos son la reconciliación y el relato, y, por encima de ambos, el diálogo.

Creo que lo que en realidad está en juego es la verdad. Cada cual cree estar en posesión de la suya. Pero al mismo tiempo, el ser humano, es un buscador de la verdad. Pero, como la verdad no existe como absoluta, se tiene que conformar con verdades compartibles. Claro que para ello es necesaria la previa actitud positiva de acercarse a otras visiones. El estudio, la lectura, pueden ser formas de hacerlo. El diálogo es otra forma. Decía el filósofo Gadamer que, a falta de verdades absolutas, la verdad aparece en el diálogo. Y tal diálogo puede servir para la reconciliación y para el relato.

En cuanto a la reconciliación, el documental expone de una manera sencilla, nada pretenciosa, la magia que en algunos casos puede surgir del diálogo, del intercambio de ideas y sentimientos entre dos personas que en un principio podrían considerarse antagónicas e irreconciliables.

Pero claro, en el diálogo hace falta aceptar hablar y escuchar. Pero puede que a ese diálogo, a ese intercambio de ideas y sentimientos, aunque se acuda con buena voluntad, acuda alguien con la intención de no cambiar un ápice algunas de sus verdades, o de no dejarse llevar más allá de los límites previamente autoimpuestos. Es decir, que alguno de los interlocutores, por las razones que sean, no esté dispuesto a tocar algún aspecto que le resulte demasiado espinoso, doloroso o escabroso. Y puede que lo consiga. Y ello es respetable, mucho mérito tiene el exponerse, aunque pueda, a priori, ser mejor ir totalmente abierto.

Pero también es posible que, en el transcurso de la conversación, bien por las razones o sentimientos expuestos por el otro interlocutor, quien previamente no estaba dispuesto a pasar de una autoimpuesta línea roja se vea superado por la situación y, liberado de alguna rigidez, sentirse más capaz de soltar ideas, emociones retenidas, y comunicarse más fácilmente, más humanamente, con quien tiene enfrente y comprenderlo, incluso de abrazarse. Es lo que tiene el diálogo, que no sabemos qué vamos a encontrar ni en los otros ni en nosotros mismos.

Creo que en el documental se ve algo de esto. Esta suerte de, llamémoslo magia, puede o no darse en ese momento, pero puede ocurrir en otro, si se está dispuesto a llevarlo a cabo. Se trata de intentarlo, cada diálogo puede no ser definitivo, pero sí puede ser una gota que va calando y formando parte de nosotros, de nuestra forma de ver el fenómeno, y haciendo más fácil la comprensión de los otros. Eso es algo que conviene a quienes han sufrido una u otra forma de violencia y a la sociedad entera.

El segundo aspecto que quiero comentar es el del relato. Parece que hay quienes ven preciso encontrar el relato total, la historia realmente sucedida en las últimas décadas. Como si tuviéramos que aceptar que solo hay un relato y levantar acta de ello. Me parece a mí que esto tiene algo de reminiscencia religiosa, una especie de nostalgia de la verdad absoluta divina que, a pesar de haber sido arrumbada por el descreimiento, aparece de otras maneras. Buscar el verdadero único relato total o historia de lo acontecido en las últimas décadas es algo legítimo, aunque sea imposible. Pues no podemos esperar que haya un solo relato, ya que no hay un ojo superior absoluto, divino, que haya hecho una fotografía total, espacial y temporal, de la historia del conflicto.

Se ha repetido hasta la saciedad que cada uno de nosotros, como individuos, conocemos (o creemos conocer) la realidad histórica a través de unas gafas invisibles, que no son otra cosa que los sentimientos, prejuicios o intereses. Por eso unos ven lo que no ven otros, o lo ven de diferente color. Decía Pascal que no solo pensamos con la razón, también con las vísceras. Pues lo mismo ocurre al mirar la realidad. De modo que pueden escribirse tantos relatos como individuos perceptores. Aunque sí es cierto que el relato que alguien hace se puede parecer más a los relatos de otras personas que comparten afinidades ideológicas o los mismos tipos de sentimientos, prejuicios e intereses. Pero no hay un relato único verdadero que se pueda imponer al resto.

En el documental también se ve algo de esto pues se aprecia que entre los interlocutores no hay acuerdo sobre un solo relato, pero se está dispuesto a compartir el propio, exponerlo a los demás sin ánimo de imposición, pero sí dispuestos a, escuchando las versiones diferentes, hacer correcciones sobre el propio, ver verdades que antes no se habían tenido en cuenta, sufrimientos vividos por otros, sentimientos que no hemos vivido. Solo tenemos retazos parciales, aristas más o menos imperfectas de lo ocurrido, que esperan completarse en un diálogo sincero, abierto, con unos y otros, duradero en el tiempo, casi eterno. Cada vez nos acercaremos más, sin llegar nunca a ello, a la verdad. Y en ese dialogar se facilita la convivencia, la reconciliación. Quizá lo más importante sea el camino más que el punto de llegada.

Por eso el documental es una oportunidad para descubrir el diálogo no solo como instrumento sino también como contexto en el que nos acerquemos a reconciliaciones y a relatos compartidos.

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