Literatura en Grecia; lo de menos es la deuda
De un tiempo a esta parte Grecia, antes sinónimo de cultura y arte, lo es ahora de paro, deuda, miseria y algaradas. Si el país heleno fuese un género literario, la serie negra ocuparía toda su producción. En las obras de autores como Petros Márkaris, creador del comisario ateniense Kostas Jaritos, se puede realiza una radiografía de la sociedad griega.
Juanma COSTOYA | GASTEIZ
Precisamente, las novelas de ambiente criminal, tan poco literarias para algunos, son, en ocasiones, una magnífica radiografía de la sociedad que retratan. El escritor Petros Márkaris (Estambul, 1937), griego de padre armenio, es el creador del comisario ateniense Kostas Jaritos, un privilegiado observador del mundo subterráneo de la capital griega.
Jaritos no es un detective al uso. Márkaris lo retrata como un hombre de vida ordenada y familiar, amante de la buena mesa, y padre receloso de las intenciones del novio de su joven hija, Katerina. Reflexivo y dotado de gran intuición, Jaritos posee una vena intelectual que se refleja en su gusto por la lectura de diccionarios cuyas páginas escudriña al azar. Los argumentos que protagoniza el comisario reflejan con talento la deriva político social sufrida por Grecia en los últimos decenios. La Atenas modernizada en apariencia, presa de la corrupción inmobiliaria disparada con las olimpiadas; el aluvión de inmigrantes balcánicos, el blanqueo de dinero, el sensacionalismo de los medios de comunicación, y hasta el fanatismo futbolístico, son el trasfondo de algunas de las novelas protagonizadas por el comisario Kostas Jaritos. Márkaris recibió este año el premio Pepe Carvalho de novela negra por su obra «Con el agua al cuello» (Tusquets).
«La espada de Damocles»
Petros Márkaris firma también un ensayo de reciente aparición «La espada de Damocles» (Tusquets) en el que se recogen una serie de artículos, previamente publicados en la prensa germana, y que analizan las causas del sumidero económico y político de Grecia. Todos los países afectados por la crisis tienen historias propias y raíces profundas de su pésima gestión. Las de Grecia se hunden en la ocupación nazi, en la guerra civil posterior que dividió al país en dos bandos irreconciliables, en una monarquía débil y un golpe militar posterior, y en el advenimiento final de una democracia con pies de barro escorada siempre hacia sus deudos. La Administración nunca administró y fue creciendo exponencialmente, concebida como un premio que proporcionaba trabajo fijo y prebendas a cambio de votos. Medidas populistas, abandono del ahorro y orgía del crédito, crecimiento falso basado en subvenciones temporales... el lector pronto olvida que el análisis de Márkaris se basa en Grecia, ya que, párrafos enteros de su ensayo, resultan, como mínimo, familiares: «un gobierno que desde 2009 trata de tranquilizar a la población con declaraciones confusas. Proclama que no va a haber nuevos recortes, pero estos se repiten cada semana, y cada vez son más duros. Anuncia nuevos impuestos pero es incapaz de recaudarlos; denuncia a los defraudadores, pero se muestra impotente ante los grandes evasores; promete un saneamiento radical del aparato del Estado, pero carece de valor para plantarle cara a los grandes grupos de presión».¿Grecia?
Grecia por el mundo
Una de las manifestaciones más graves de la crisis que incendia Grecia es la caída de la natalidad. Ya el 2002 fue el primer año en el que el número de fallecidos fue superior al de nacimientos. El número total de griegos censados no llega a los doce millones de personas, una cifra inferior a la de la ciudad de Pekín. A pesar de todo, la influencia cultural griega sigue siendo apabullante para tan modesto número de individuos. Su ascendente en el Mediterráneo es inmemorial y a día de hoy sigue siendo visible, no solo en lugares evidentes, como en la nación hermana Chipre, sino también en lugares tan insospechados a priori como Estambul, con su considerada minoría fanariota, o en la ciudad egipcia de Alejandría, y no únicamente en su catedral ortodoxa o en la casa del poeta Konstantino Kavafis, sino también en el gallardete azul y blanco que todos los domingos es izado en el club náutico del puerto.
Desde que Lord Byron se trasladara a Grecia para luchar contra el dominio otomano y expirara el 19 de abril de 1824 en Missolonghi, algunos de los mejores helenistas han sido ingleses. No parece casualidad que Bruce Chatwin que escribió libros sobre las más dispares geografías eligiera una vieja capilla ortodoxa en el Peloponeso para enterrarse. La relación de proximidad entre Gran Bretaña y Grecia se consolidó con la independencia de esta última, en el siglo XIX. En la centuria siguiente ambas naciones enfriaron sus relaciones a causa de Chipre, colonia británica, y como consecuencia del intento fracasado de su anexión (enosis) por parte de Atenas. Un testigo de primera mano de este conflicto fue el escritor Lawrence Durrell. Su testimonio queda recogido en «Limones amargos», una obra que destila melancolía, erudición y talento en todos sus capítulos. «Limones amargos» forma parte de la llamada «Trilogía mediterránea» (Edhasa) compuesta a su vez por «La celda de Próspero», que refleja el ambiente que se respiraba en la isla de Corfú en los inciertos años cuarenta del siglo pasado, y «Reflexiones de una Venus marina», cuyo argumento recoge las impresiones del escritor sobre la Rodas de los años cincuenta. Durrell, autor de «El cuarteto de Alejandría», fue un helenista notable y la pasión por Grecia, su idioma y sus gentes laten en estas tres obras inclasificables unidas por el universo heleno y a mitad de camino entre el libro de viajes, la crónica política, la erudición y el costumbrismo.
Otro gran divulgador de la cultura griega fue el recientemente fallecido Patrick Leigh Fermor. Sus obras «Roumeli, viajes por el norte de Grecia» y «Mani, viajes por el sur del Peloponeso», (ambas en Acantilado) son la condensación de muchas correrías a pie y en burro, en solitario y en compañía, por la geografía griega más intrincada. Al igual que el comisario Jaritos, para Leigh Fermor los diccionarios y también la filología eran parte del gozo de estar vivo, y a diferencia de Durrell, más seducido por las aventuras sedentarias e intelectuales, Leigh Fermor fue un hombre de acción, por lo menos, al mismo nivel de su erudición, que fue también legendaria. Desde su casa de Kardamyli, en el Peloponeso, entregó al mundo un puñado de obras fascinantes, talladas como un diamante perfecto, y en las que las leyendas de los kleptas de las montañas compartían página sin desentonar con la herencia bizantina o las trazas de la dominación otomana.
Por supuesto que fue otro inglés, Steven Runciman, el que documentó de forma magistral uno de las tragedias más dolorosas para el imaginario griego colectivo: la toma de Constantinopla por el ejército de Mehmet II. Su obra «La caída de Constantinopla 1453» (Reino de redonda) es el ejemplo perfecto de cómo la historia y la literatura al juntarse con rigor alumbran un fruto rotundo.
Es evidente que al hablar del esplendor de Grecia la memoria retrocede océanos de tiempo hasta fijarse en el siglo V antes de Cristo. Allí floreció, por primera vez en la Historia, la democracia representativa en la ciudad estado de Atenas. En el llamado siglo de Pericles, el ser humano antes anexo a una masa esclavizada y anónima, se convirtió en ciudadano y adquirió en la misma tacada el derecho de ser escuchado y la responsabilidad de defender el nuevo estatus. Defensa que hubo de desarrollarse en un frente amplísimo, ante la contestación interior, ante el enemigo persa siempre a las puertas, y ante el resto de ciudades de la península griega, encabezadas por Esparta. Toda esta ebullición tuvo consecuencias imperecederas en las bellas artes, en la filosofía, la historia (el reportero polaco Kapuszinski reconocía dos maestros en su oficio, el antropólogo Malinowski y a Heródoto), el teatro, la política con mayúsculas, y también la politiquería, de la mano de los retóricos y los sofistas, tan bien representados en los gobiernos en la Atenas de los últimos decenios. El milagro ateniense cayó al fin, por muchas causas menores siendo la principal la fratricida Guerra del Peloponeso, sostenida por Atenas contra el resto de la Península. Esta época histórica no deja de proporcionar constantes novedades editoriales, -Pedro Olalla, «Historia menor de Grecia» (Acantilado) o Cesare Brandi «Viaje a la Grecia antigua» (Elba)-, quizás, en su conjunto, no sean sino una mirada nostálgica hacia la primera oportunidad que tuvo la humanidad de encauzar un destino que a la postre se reveló trágico.
El genio griego sobrevivió a su época dorada, se deformó, se hizo más complejo y se llenó de matices en la época bizantina. La iglesia ortodoxa y el comercio lo modelaron y transportaron por todo el Mediterráneo. A partir de los años sesenta Grecia conoció un renacer literario de la mano, entre otros, de Nikos Poulantzas, Yannis Ritsos (Acantilado publica ahora su obra «Ismene») Giorgos Seferis y Odysseas Elytis, premios Nóbel en 1963 y 1979.
Leigh Fermor explicaba en «Roumeli» la dualidad que atenaza el carácter griego, escindido entre el «romiós» y el «heleno». A grandes rasgos detrás del romiós está la ambición personal, el instinto, la triquiñuela, lo inmediato y práctico, la falta de escrúpulos, el fatalismo y el gusto por la algarada. Su herencia es bizantina y la rebétika su banda sonora. El «heleno» representa la planificación, el conocimiento, el pensamiento abstracto, la inteligencia frente al ingenio. Su herencia son las ideas liberales de la Antigua Grecia y Mozart y Bach su trasfondo musical. Uno es la cúpula de Santa Sofía y el otro las columnas del Partenón. Eso sí, romiós y helenos coinciden en su predisposición a arreglar los problemas del mundo frente a interminables tazas de café turco, uno, de noche en un garito lleno de humo, y el otro, en un café con mesas de mármol por la mañana. Es posible que la prevalencia del romiós en el carácter nacional llevara a Nikos Kazantzaki a incluir en su obra «Alexis Zorba», al personaje de Karayannis, el emigrante que desde África escribe una carta al protagonista en la que le comunica que ya ha grabado su epitafio en una losa: «Yace aquí un griego que detesta a los griegos».
Con Leigh Fermor en la recámara el lector del último ensayo de Márkaris bien puede concluir que la desgracia de la actual Grecia es que las clases privilegiadas son mayoritariamente romiós mientras el pueblo trabajador continúa siendo heleno. J.C.
Los argumentos que protagoniza el comisario Kostas Jaritos reflejan con talento la deriva político social sufrida por Grecia en los últimos decenios.
Desde que Lord Byron se trasladara a Grecia para luchar contra el dominio otomano y expirara el 19 de abril de 1824 en Missolonghi, algunos de los mejores helenistas han sido ingleses.