Cuatro años después, poco queda del entusiasmo de su famoso lema de campaña «yes, we can». Cierto es que las expectativas que generó -o que muchos quisieron ver en él- eran excesivas. Más teniendo en cuenta que la arquitectura política estadounidense y sus contrapesos institucionales (el Congreso) y sobre todo estructurales (los lobbies) diluyen las capacidades del presidente.

Pero eso no exculpa de sus errores a Obama, quien accedió desde un primer momento en convertirse en rehén de los intereses de la bancada demócrata (el nombramiento de Clinton como secretaria de Estado fue toda una señal) y preso, por otro, de un discurso, que a la postre se reveló infantil, de búsqueda de acuerdos con los rivales republicanos.

Las encuestas apuntan a un empate con su rival republicano, Mitt Romney. Este ha llegado con más nervio que un apático Obama al final y ha sabido cimentar sus posibilidades de victoria en sus «habilidades» empresariales y en un giro al centro después de que durante las primarias republicanas hiciera suyo un discurso homologable por el Tea Party.

Como siempre, decidirán los estados clave (swing states), y según algunos analistas la foto finish volverá a estar en Ohio. Pero lo que está claro es que en ningún caso ganará Romney. Porque las elecciones en EEUU no las gana nunca el candidato aspirante. Las gana, o las pierde, el presidente.