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«Moby Dick», el duelo eterno entre el ser humano y Dios

El pasado 18 de octubre se celebró el 161 aniversario de la publicación de la magna obra de Herman Melville «Moby Dick». Una buena excusa que ha posibilitado el reencuentro con esta novela que cautiva en sus diversos niveles. Su vigor narrativo, su aportación científica y la lectura existencial que subyace en el eterno duelo entre el capitán Ahab y la ballena blanca, son algunos de estos niveles que han inspirado más de un análisis y múltiples estudios.

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Koldo LANDALLUZE | DONOSTIA

Nuestro viaje incierto comenzó en el puerto de Nantucket (Massachussets). Por aquellos días éramos jóvenes y nuestras ansias por descubrir nueva fronteras marinas nos impidió prestar atención a las insistentes advertencias del enloquecido Elías. En cuanto pisamos la cubierta del Pequod, nuestra maldición se cumplió, pero en nuestro pobre entendimiento nunca cobró forma ese mal augurio que surgiría de entre las profundidades del mar con intención de engullirnos.

Fuimos parte de aquella tripulación que incluía entre sus arponeros al caníbal Queequeg, el nativo norteamericano Tashtego y al africano Daggoo. Bajo la cubierta, a la luz de los candiles, un joven compañero de viaje llamado Ismael escuchó con atención las historias que giraban en torno a este barco maldito comandado por el misterioso capitán Ahab cuya presencia intuíamos en cuanto la luna se asomaba y su pierna reconstruida con mandíbula de cachalote, golpeaba la cubierta de su Pequod.

Ahab vivió obsesionado con la captura de una gigantesca ballena blanca que los marinos bautizaron como Moby Dick y cada vez que una ballena se asomaba por el horizonte, la cicatriz en forma de rayo que Ahab lucía en su rostro se tensionaba subrayando su temible aspecto. Su obsesión por esta bestia que le arrancó la pierna, se veía acrecentada en cuanto descubría a través del catalejo que las ballenas que se asomaban por el horizonte no eran aquel Leviatán que porta en su inconfundible lomo blanco los arpones de aquellos desdichados balleneros que quisieron darle caza y pagaron con sus vidas esta temeridad.

Cuando ocurrió lo que tuvo que ocurrir -el pago por nuestra arrogancia-, a duras penas logramos sobrevivir al ataque definitivo que Moby Dick llevó a cabo contra el Pequod y aferrados junto a Ismael al ataúd que un premonitorio Queequeg se hizo construir, vimos cómo se hundía el barco ballenero y a Ahab, atrapado entre la maraña de cabos que Moby Dick porta en su lomo arponeado, maldiciendo mientras la ballena blanca lo arrastraba a las profundidades marinas.

La gran ballena divina

La primera edición de «Moby Dick or the White Whale» se publicó en Estados Unidos el 18 de octubre de 1851. Aquel curioso relato cautivó tanto a lectores ávidos de aventuras como a especialistas en cuestiones marinas y su autor, Herman Melvile, confirmó su valía creativa.

El gran escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne, mentor y amigo de Melville que le había dedicado aquella obra «en prueba de su admiración por su genio», no dudó en compararla con las más grandes producciones del espíritu humano, incluso la colocó a la par de la referencial «Prometeo encadenado» de Esquilo, una de las tragedias más profundas y estremecedoras que se conocen.

Dejando a un lado su innegable calidad literaria, «Moby Dick» siempre ha sido considerada también como un aplicado documento científico porque proporciona multitud de datos acerca de las ballena, su constitución, su modo de vida, los problemas que suscitan su persecución, captura y aprovechamiento. Pero, más allá de estas evidencias, esta fascinante y voluminosa obra es mucho más y a pesar de que, quizá, Melville quizás nunca lo pretendiera.

Si nos atenemos a la propia descripción que Melville hace de su capitán Ahab, descubrimos que «está acostumbrado a maravillas más profundas que el mar y lanza el arpón sobre enemigos más extraños y poderosos que las ballenas». Siguiendo al dictado lo narrado por Melville, también descubrimos que «cuanto enloquece y atormenta, todo lo sutilmente diabólico de la vida y del pensamiento, todo lo malo, se encarnaba para Ahab en Moby Dick».

Muchos entendidos afirman que en la primera intención del escritor jamás hubo interés por escribir una vasta alegoría humana y divina. Da la sensación de que la trama de su obra avanza por senderos que adquieren una dimensión diferente porque parten de una idea interesante, pero común hasta que, poco a poco, la travesía del Pequod termina por convertirse en un viaje iniciático.

El duelo imposible

Los elementos principales del plano anecdótico -Ahab y la ballena- tienen su reflejo en el plano alegórico. Moby Dick es el Mal, instrumento de la venganza divina, o cuanto menos, un Mal querido por Dios, ese Dios justiciero e implacable de esas Escrituras judaicas que tan bien conocía el puritano Melville. Ahab representa el Hombre, nuevo y eterno Prometeo espoleado por la locura, el orgullo y la soledad que, al enfrentarse al Mal, se dirige contra su propio destino y desafía al Ser Supremo, que le ha enviado a Moby Dick para hacerle una última advertencia, someterle a una prueba definitiva y acaso castigarle finalmente con una muerte terrible.

En resumen, Ahab persiguiendo a la ballena es el Hombre empeñado en la destrucción de algo comprendido y sentido por él como el Mal. Y Moby Dick, por su parte, destruyendo a sus perseguidores, representa la Justicia divina, abatiéndose sobre el Hombre rebelde y sus cómplices. El cineasta John Huston -autor de la versión cinematográfica que guionizó el gran Ray Bradbury en el año 56- lo explicó de esta manera: «Se ha discutido demasiado sobre el sentido último de `Moby Dick', al que se prefiere considerar como un libro secreto, enigmático. Pero en lo que a mi concierne se trata, negro sobre blanco, de una gran blasfemia. Ahab es el hombre que ha comprendido la impostura de Dios, ese destructor del hombre, y su búsqueda no tiende más que a afrontarle cara a cara, bajo la forma de Moby Dick, para arrancarle máscara. La película era una blasfemia extraordinaria, es el tema principal del filme, mi mejor película. Ahab es el hombre que odia a Dios y que ve en la ballena blanca la máscara pérfida del Creador. Considera al Creador como un asesino y se encuentra en la obligación de matarle».

Se ha dicho, con respecto a esta novela, que su mensaje tan negativo y amargo, es inadmisible desde el principio. Porque en el desarrollo de su trama -si se prescinde de algunos hechos episódicos como la relación entre Ismael, el narrador, y Queequep- no hay asomo alguno de afirmación creadora ni caridad, ni tan siquiera posibilidad de redención alguna. No hay elemento positivo alguno, quizás varios esbozos humanistas. En el horizonte de la novela no se asoma el Bien, sino la estela del Mal y, en consecuencia, no le cabe al Hombre otro recurso que el odio: odio legítimo, pues apunta hacia el Mal, que resulta ser esa fuerza infinitamente superiora que impide, con su negación de la libertad, la plena y feliz realización del ser humano. Por ese motivo, el desenlace resulta tan profundamente desconsolador. Porque el Hombre sucumbe, mientras la bestia blanca -triunfante en este duelo y luciendo en su giba los más de cien arpones que jamás le causarán la muerte-, perseverará por los siglos, en su misteriosa labor vengativa y destructora.

El escritor que se difuminó

El 29 de septiembre de 1891 algunos periódico neoyorquinos informaron a sus lectores sobre la muerte, ocurrida el día anterior, del señor Herman Melville, inspector de aduanas jubilado de 72 años de edad, que había escrito en su juventud algunas novelas de temática marítima.

Melville fue en su juventud el prototipo del aventurero que busca en los viajes y los peligros la calma de una tensión interna que le atormenta, la explosión adrenalítica que no halla cauce adecuado en la rutina urbana común.

Se embarcó a los 20 años de edad y no dejó de navegar durante ocho años continuados. En cuanto pisó tierra firme se casó con la hija de un juez de Massachusetts llamada Elizabeth Saw y se estableció en Nueva York.

Por aquel entonces llevaba publicadas dos novelas inspiradas en su singladura marina, «Typee» y «Omoo». La casi consecutiva llegada de sus hijos le convirtió en un hombre más o menos sedentario que calmó en exceso su ardor aventurero pasado. Pero no por ello dejó de escribir inspirándose en su pasado: «Mardi», «Reburn», «White-Jacket», y a partir de 1850, su obra más ambiciosa y recordada «Moby Dick or the While Whale».

Después de esta obra monumental, publicó varias novelas menos relacionadas con el mar y pasados los 40 da la sensación que su filón imaginativo se agotó. Unido a ello llegó la trágica muerte de dos de sus cuatro hijos lo que le transformó en un hombre solitario y amargado. Dio por finalizada su etapa literaria y se decantó por ejercer una humilde tarea de inspector de aduanas. Melville ya no escribió más novelas -parece que sólo terminó «Billy Bud», publicada tras su muerte- y se limitó a firmar algunos versos de escaso interés. En esta última etapa, merece la pena destacar el relato corto «Benito Cereno», incluido en su libro «The Plazza Tales».

Cuando la ballena blanca tomó forma

«Moby Dick» contenía el vigor suficiente para enganchar a los siempre ávidos lectores de novelas de aventuras, pero, ofrecía tantas posibilidades visuales y dramáticas que el cine no pudo eludir el reto que suponía trasladar la trágica odisea del Pequod a la gran pantalla. Entre las propuestas más recordadas destacan la primera, rodada por Millard Webb en el año 1926 y con John Barrymore ejerciendo de capitán Ahab y una segunda rodada ocho años más tarde por el mismo equipo. No cabe duda de que la adaptación más recordada y alabada fue la que dirigió en el año 56 John Huston. Esta realización protagonizada por Gregory Peck; denostada en su día y a la que el tiempo le ha otorgado un merecido alto grado de calidad, incluía en sus engranajes argumentales un discurso atrevido y arriesgado que fue planificado al detalle por el cineasta y el escritor de ciencia ficción Ray Bradbury el cual asumió labores de guionista y legó para la posteridad un tratamiento que incidía en los aspectos entre la guerra abierta entre el ser humano y Dios. Para finalizar, nos fijamos en la cuidada versión británica realizada para la pequeña pantalla en el año 98 por Franc Roddam y en la que Patrick Stewart intepretaba el rol de Ahab. Curiosamente, Gregory Peck retomaba el rol que legó Orson Welles en la versión de John Huston y advertía a los señalados tripulantes del ballenero Pequod que no se embarcaran en tan infausto navío.

K.L.

AVENTURA

La primera edición de «Moby Dick or the White Whale» se publicó en Estados Unidos el 18 de octubre de 1851. Aquel curioso relato cautivó tanto a lectores ávidos de aventuras como a especialistas en cuestiones marinas y su autor, Herman Melvile, confirmó su valía creativa.

EL BIEN Y EL MAL

En el horizonte de la novela no se asoma el Bien, sino la estela del Mal y, en consecuencia, no le cabe al Hombre otro recurso que el odio: odio legítimo, pues apunta hacia el Mal, que resulta ser esa fuerza infinitamente superiora que impide, con su negación de la libertad, la plena y feliz realización del ser humano.

MUERTE SIN ÉXITO

El 29 de septiembre de 1891 algunos periódico neoyorquinos informaron a sus lectores sobre la muerte, ocurrida el día anterior, del señor Herman Melville, inspector de aduanas jubilado de 72 años de edad, que había escrito en su juventud algunas novelas de temática marítima.

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