Matteo Garrone no quería volver a hacer otra película de corte documentalista sobre la camorra napolitana o cualquier otra organización mafiosa. Quería cambiar completamente de género, y por eso se ha decantado por una tragicomedia napolitana que cuestiona la falsa realidad televisiva, y cómo los «reality shows» trastocan para mal la cultura tradicional de los pueblos. Nápoles es un típico ejemplo de ese cambio, por tratarse de una ciudad que conserva su ambiente popular, pero que también se ha visto invadida por los centros comerciales y demás paraísos artificiales que son como un mal sueño.

Por eso presenta al protagonista de «Reality» como a un moderno Pinocho que se siente atraído por el parque temático en que se ha convertido la pequeña pantalla. Como en el cuento de Collodi, se trata de un tipo humilde, un ser anónimo que de la noche a la mañana se verá tentado por la fama hasta límites despersonalizadores.

Luciano, que así se llama el concursante, es un pescadero al que le gusta divertir a sus clientes, para lo que se suele travestir. Sus amigos y familiares le ven como el candidato perfecto para ganar en Gran Hermano, así que le inscriben con el fin de que su pequeña popularidad crezca y le reporte beneficios inmediatos. Claro que, una vez sometido al acoso de las cámaras, Luciano difícilmente volverá a ser el mismo ser alegre que los suyos conocieron.

Para el papel, y de acuerdo con la atmósfera felliniana que tiene la película, Garrone ha elegido a alguien especial, ajeno a los esquemas del actor profesional. Aniello Arena cumple cadena perpetua en la cárcel por un asesinato cometido en su juventud, cuando se vio involucrado en la camorra. Es un gran hallazgo, debido a que posee una fisonomía muy peculiar, en la que confluyen la dureza de un Robert De Niro con la comicidad del recordado Totó. Los miembros de su familia en la ficción no desentonan.