Amparo LASHERAS Periodista
Una noche en el gaztetxe de Gasteiz
Noche del jueves. El gaztetxe de Gasteiz está a punto de cerrar. Parece una noche cualquiera de invierno a la misma hora. Fuera no ocurre nada, algún vecino que baja hacia la cuesta de San Vicente o alguien que vuelve a casa por Montehermoso. Dentro solo se escucha el tono de las últimas conversaciones y un día que acabará como el anterior. El problema es que alguien ha decidido que suceda lo contrario y, en alguna parte, espera el momento propicio para hacer de la noche unas horas de violencia, conocidas pero no esperadas, en aquel allí y en aquel ahora. Entra alguien tambaleante y exige que se le sirva. Al negarse el camarero, empieza a proferir insultos y le tira un vaso a la cara. Algunos intervienen rápido, le llevan de nuevo a la calle y cierran la puerta. Transcurren muy pocos minutos y aparecen seis patrullas de la Ertzaintza, se abren paso a patadas y sin mediar explicación alguna se despliegan por el gaztetxe. Se dirigen hacia las personas que ya se despedían y con los modos intimidatorios y violentos que acostumbran las colocan, manos en alto, mirando a la pared. Mientras, registran el edificio. Arrancan y rompen carteles y se llevan las fotos de los presos. En la actuación, que duró cerca de una hora, la joven que con tanto apremio exigió un vino, aún vacilante, les acompaña como testigo de no se sabe qué. Al terminar la operación alertan a varios jóvenes de una inminente denuncia que no explican si es por las fotos, el cartel de Segi, por no servir un vino o porque esa noche de noviembre hacía frío y se aburrían. Esa es la violencia más temida, la policial, la que llaman legal, la que no tiene lógica, la que por constante y repetida termina siendo normal.