Amparo LASHERAS Periodista
Mariano Iñigo, un poeta, un hombre
El último banco de la calle Fueros lleva varios días vacío. Mariano Iñigo ya no se sienta allí. Ya no puedo saludarle, ni hablar con él ni verle cuando paso por la calle y me acerco. «Ahí está Mariano», pensaba y, luego, apenas cinco minutos de conversación para preguntar por su salud. Otros días, los cinco minutos se prolongaban en un tiempo sin prisas y surgía la poesía, su visión revolucionariamente ácrata de la vida y la confesión de que ya había escrito todo lo que tenía que decir. «Ahora pinto. Ya no necesito las palabras». ¿Y quién es Mariano Iñigo? La contestación es sencilla. Un poeta que escribía por necesidad vital y siempre se sintió maldito como sus maestros franceses del XIX, como los bohemios de Malasaña, como los undergraund de París y Berlín y aquella generación beat que, en los 50, recorría las carreteras y leía sus versos en el Village. Todos le sirvieron de inspiración hasta que encontró su única y exclusiva forma de decir. A veces desgarradora, social y crítica, radical, destructiva en ocasiones, pero siempre impactante y suya. Natural de Palencia, después de abandonar el seminario a los 17 años se instala en Madrid, luego en Alemania y, tras la revolución de Mayo del 68, en el 74, en Gasteiz, donde ha escrito toda su obra poética y donde ha residido hasta su muerte hace unos días. En todas estas décadas, la ignorancia de la cultura más convencional le ha mantenido en la línea marginal de los escritores que, en cualquier época, resultan malditos, poetas que «escribieron desde las trincheras de la pobreza» y por ello desconocidos. Esa es la razón por la que al pronunciar su nombre, preguntan ¿quién era Mariano Iñigo? Una buena persona y un buen poeta.