Javier Orozco | Sindicalista colombiano refugiado en asturias
«Lo difícil es que el Estado se reinserte a la idea de que se puede hacer política sin matar»
Javier Orozco se refugió en Asturias en 2001 después de que un año antes mataran a 205 compañeros de la Central Unitaria de Trabajadores, de cuya dirección nacional formaba parte. «Salí para proteger mi vida y tomé la decisión de hacer diplomacia por los derechos humanos y la paz», explica a GARA, en una entrevista marcada por el actual proceso de negociación.
Ainara LERTXUNDI | DONOSTIA
El teléfono de Javier Orozco suena en medio de la entrevista. Un representante del Ayuntamiento de Gijón -donde vive como exiliado- desea concertar una reunión con él, pero Orozco la aplaza porque ese día tiene una importante cita. Debe despedir a varios compañeros que regresan a Colombia tras haber pasado un tiempo refugiados en Asturias dentro del programa de acogida a sindicalistas y defensores de los derechos humanos en riesgo impulsado por el propio Orozco. Es consciente de que tal vez los maten. Él mismo tuvo que huir de Colombia en 2001 tras ver morir a 205 compañeros de la Central Unitaria de Trabajadores, de cuya dirección era parte. Cada adiós cobra relevancia especial y desea vivirlo.
En esta entrevista, concedida a GARA horas antes de participar en el seminario internacional de Lokarri, Orozco anima a sus compatriotas a tomar la iniciativa pese al miedo y a blindar el proceso de diálogo para que sirva para alcanzar la paz, no para prolongar la guerra.
La cuestión agraria es uno de los ejes de las conversaciones que se están desarrollando en La Habana entre el Gobierno y las FARC, y también una de las causas fundamentales del conflicto político y armado. ¿Qué pasos se deberían dar para posibilitar una solución?
La guerra se originó por el uso histórico de la violencia por parte de las élites para acaparar tierras y, con ellas, el poder económico y político. Debería hacerse una profunda reforma agraria que genere ordenamiento territorial y redistribuya el latifundio ocioso. Y ambas medidas deberían ir de la mano de una apuesta decidida del Estado por un desarrollo agrario incluyente, que tenga en cuenta a los campesinos, indios y negros. Colombia debe proteger y rescatar la economía campesina, la cultura indígena y la cosmovisión de los pueblos originarios, porque ahí están las raíces de un país. Para resolver el tema agrario debe haber también zonas de reserva campesina, donde los campesinos puedan producir, ser apoyados por el Estado y generar dinámicas económicas y sociales que preserven y generen condiciones de paz. Y para eso es necesario devolver a la gente a los territorios. El latifundio tiene que tener un límite; la riqueza no puede ser infinita porque el territorio no lo es y de él tiene que vivir mucha gente, no solo dos o tres familias. Colombia no podrá desarrollarse ni tener paz si sigue siendo un país en manos de tres familias. Y hay que evitar que las tierras sean compradas por multinacionales y otros estados. Pero el Gobierno colombiano ya ha dicho que la propiedad es intocable, por lo que estamos ante un primer problema serio porque la reforma agraria no es compatible con el actual modelo económico, que se basa en la concentración de tierras y vive del despojo. Este tema se tiene que discutir ampliamente en el país. El problema es que no hay garantías para que los campesinos discutan.
¿Qué opinión le merece el Foro de Política de Desarrollo Agrario Integral, impulsado desde La Habana por el Gobierno y las FARC y que se celebra esta semana en Bogotá?
Es positivo pero insuficiente, porque limita la participación de los campesinos, indios y negros a Bogotá. En el contexto de la selva, donde están los pueblos indígenas -que no se han enterado ni de que se va a celebrar un foro porque nadie ha ido a decirles y que, además, están en el ojo del huracán porque sus tierras están siendo disputadas por las eléctricas-, ¿cómo van a participar si no tienen ni luz eléctrica ni internet? Tampoco pueden acceder a Bogotá porque no tienen recursos para salir de sus comunidades y, por consiguiente, esa gente no va a poder participar. Es necesario que los campesinos tengan espacios en las regiones con seguridad y garantías para poder dar su punto de vista y proponer e, incluso, denunciar. Hay todavía mucho movimiento campesino, indígena y negro en las regiones, que no tiene una expresión nacional. Y esa gente también debe ser consultada. No hay mecanismos de participación efectivos y fáciles para el común de la gente.
La gente, en sus organizaciones, sabe cómo quiere gestionar su territorio, pero no tiene ni con quién hablarlo ni quién lo apoye. Los planes de los campesinos, indios y negros son vistos como un atraso que no genera progreso, como bloqueo al desarrollo del país. Y quienes, en realidad, son víctimas son vistos como los responsables de que el país no avance. Es un sinsentido permanente. Eso también hay que aclararlo en la mesa de diálogo, al igual que el despojo masivo.
El escenario es complejo, aunque entusiasma mucho que el tema agrario vuelva a estar sobre la mesa. Recuerdo que el ministro de Agricultura con el cual pude interactuar en mi última etapa como funcionario y sindicalista nos decía que la tierra ya no importaba, que lo importante era la tecnología.
Tras los ocho años de gobierno de Alvaro Uribe, en los que hubo un profundo señalamiento a los movimientos sociales y sindicales, y un mes después de que se hayan iniciado los diálogos en la capital cubana, ¿ha observado alguna mejora en el respeto de los derechos humanos?
El proceso de conversaciones es muy reciente y no ha tenido ninguna incidencia positiva en cuanto a los derechos humanos. Al contrario, cuando ambas partes se sientan a negociar, se agravan las violaciones de derechos humanos y la persecución en las regiones. El problema al que estamos abocados tras ocho años de uribismo es el lenguaje, la actitud y la práctica. El de Uribe fue un lenguaje descalificador contra los sindicalistas, defensores de los derechos humanos y los dirigentes agrarios, a los que siempre nos presentó como `defensores del terrorismo y los bandidos', como `agitadores profesionales que cobardemente se esconden bajo la bandera de los derechos humanos para devolverle al terrorismo el espacio que las instituciones y la fuerza pública le han quitado'. El discurso de Uribe fue una sentencia de muerte que fueron aplicando los paramilitares. En ese lenguaje estigmatizador, dijeron que la Marcha Patriótica era una propues- ta de las FARC. Un movimiento que apenas comienza ya está condenado a muerte con ese tipo de lenguaje. De hecho, ya hay una persecución contra representantes de la Marcha Patriótica, incluso varios muertos. No nos olvidemos del antecedente de la Unión Patriótica; el exterminio de un partido político completo en un proceso de diálogo anterior.
No hay garantías para hacer oposición política en un país en el que ni siquiera se respetan las treguas. Y en el actual diálogo se está conversando en medio de los tiros. No nos hemos podido quitar de encima la herencia del uribismo en cuanto a ese señalamiento y actitud hostil contra cualquier opositor civil y desarmado como nosotros. No obstante, hemos visto un cambio de actitud y tono en el Gobierno de Juan Manuel Santos; proyecta un lenguaje más o menos amistoso y ha dado un mensaje claro de que tanto la actividad sindical como la defensa de los derechos humanos es legítima. Pero ese lenguaje no se corresponde con la actitud de su tropa ni con la de los paramilitares, que son parte de la estrategia encubierta del Estado.
El Gobierno ya no grita, no amenaza, pero en las regiones continúan amenazando y matando a la gente. Pedimos que esas palabras y esa voluntad también se reflejen en la realidad rural para poder decir que hay una mejora no solo en la forma. Tenemos una realidad un tanto esquizofrénica.
En la constitución de la mesa de diálogo en Oslo, el jefe del equipo negociador del Gobierno, Humberto de la Calle, señaló a las FARC como únicas responsables de las violaciones de derechos humanos, eludiendo cualquier implicación del Estado...
Por supuesto que la guerrilla ha violado derechos humanos; las FARC, el ELN, el EPL... no son hermanitas de la caridad, son organizaciones político-militares y están en un escenario de conflicto. Y tendrán que responder en la forma que acuerden. Pero, siguiendo a la ONU y sus estimaciones, en Colombia el 90% de las violaciones de derechos humanos graves las han cometido los paramilitares y la fuerza pública. Entre el 7% y el 10% es atribuíble a las diferentes guerrillas que operan en el país.
En el momento en el que se establezca la verdad, todo esto tiene que quedar claro. Hay pruebas contundentes de los vínculos del Estado con este clima de terror. Por ejemplo, en el tema de ejecuciones extrajudiciales, hay cerca de 3.000 civiles que fueron asesinados y mostrados como guerrilleros dados de baja en combate. Las investigaciones son mínimas y el Gobierno acaba de aprobar una ley que refuerza el fuero penal militar, por el cual ellos matan civiles y se juzgan entre ellos, lo que supone una fuente de impunidad permanente. Si el Estado cree que haciendo ese tipo de justicia, las víctimas van a estar tranquilas y la Justicia internacional también, creo que se equivoca.
Si hablamos de desaparición forzada, estamos ante más de 70.000 casos, en muchos de los cuales el Estado está bajo sospecha. La práctica sistemática de la desaparición y de la ejecución extrajudicial tiene a Colombia sancionada en tribunales colombianos, en la Corte Interamericana y, posiblemente, en La Haya. Colombia tendrá que responder no solo en la mesa de negociaciones, sino también ante los tribunales por crímenes de guerra y de lesa humanidad muy graves. El Estado no puede aparecer solo como víctima porque ha sido una parte. Decir que solo la guerrilla ha violado derechos humanos es creer que medio millón de hombres armados por el Estado son ángeles.
¿Cómo percibe la tercera fase de este diálogo?
Quiero verla en positivo. Lo deseable es que, finalmente, se pueda hacer política sin necesidad de recurrir a medios como a los que ha tenido que recurrir un sector del campesinado. Es lamentable que no haya espacios políticos y que sea tan difícil construir espacios para opciones políticas distintas a las del bipartidismo. Ese es, justamente, el reto. Hay que construir una sociedad donde no haya exclusiones ni por razones económicas ni políticas. Pero creo que va a ser muy difícil teniendo en cuenta la cultura intolerante impuesta desde las élites, según la cual solo puede haber dos partidos con un mismo modelo económico. Lo difícil es que las élites y el Estado se reinserten a la idea de que esto es una democracia y que se puede hacer política sin masacrar a los demás y sin despojarlos de los básico para vivir. No solo hay que reinsertar a los guerrilleros, sino también a esa élite del país que usa métodos no propios de un Estado de Derecho.
Si vencemos el miedo a participar en el diálogo, seguramente lograremos volcarnos en una etapa post-conflicto en la que la guerrilla se pueda acomodar y tener un espacio político. El diálogo, aunque sea en medio del riesgo y el peligro, es el único camino. Debemos organizarnos para dialogar; no nos quedemos sentados esperando a que quienes generaron la guerra nos llamen a conversar. Y hay que dialogar con la mente puesta en un proceso de paz y no como una estratagema para seguir la escalada de violencia. Hay que enfrentar la guerra y el modelo neoliberal, al cual la violencia le ha sido muy funcional.
¿En qué momento se encuentra el fenómeno del paramilitarismo?
El Gobierno de Uribe hizo una farsa con la desmovilización de los grupos paramilitares, de la que fueron testigos la OEA y algunos países que estuvieron acompañando ese proceso y que no dijeron nada cuando nosotros alertamos. Avisamos de que simplemente estaban cambiando de nombre o de mandos, pero no habían renunciado a la concepción de aliados secretos de la fuerza pública ni de mano de obra para el terror de los empresarios, ni de instrumentos de control político de la población. Hay pruebas de organismos internacionales y víctimas que señalan que el paramilitarismo sigue siendo una estrategia muy viva y protegida. El excoronel israelí Yair Klein, que asesoró en métodos de terror a la mafia colombiana y a sectores de la Inteligencia militar, ha declarado que fue a Colombia a invitación de altos empresarios y que el Gobierno sabía que iba a montar grupos paramilitares y que quien le pagó y ayudó a moverse fue un expresidente. Hemos sabido de mercenarios de otros países que han estado en Colombia organizando mecanismos de terror para generar una situación parecida a la de Palestina; ocupar territorios ajenos, aterrorizar, decir que ellos son los buenos y los nativos los malos, y quedarse con las tierras y las riquezas. El paramilitarismo debe estar en la mesa de La Habana porque queremos saber si el Estado delinquió o no. Y el Estado debe saber qué empresas y qué políticos se beneficiaron del terror. A.L.