Aun siendo un político dado a la contemporización, de la que ha hecho casi un arte, a Mariano Rajoy no le ha quedado más remedio que intervenir para intentar aplacar el escándalo generado en torno al llamado «caso Bárcenas», que ha entrado como un estoque en el corazón de su partido. El presidente del Gobierno español anunció ayer, además de posibles querellas por difamación, la puesta en marcha de una investigación interna sobre la contabilidad del PP, cuyo resultado será entregado a su vez a una empresa de auditoría externa. El objetivo declarado, probar la limpieza de sus cuentas; el real, tratar de apaciguar a una opinión pública que ha superado el límite del hastío.

Rajoy sabe de sobra que un ejercicio así servirá, en todo caso, para analizar las transacciones y movimientos económicos realizados siguiendo los procedimientos reglamentados pero, desde luego, no para detectar sobres llenos de dinero en metálico que hayan pasado de mano en mano, como se ha denunciado estos días. Así, la «investigación interna profunda» llegará hasta donde decidan los propios dirigentes del PP, y la intervención externa se ceñirá a los datos proporcionados desde dentro, de modo que no es difícil observar en esta iniciativa un intento improvisado de capear el temporal más que una búsqueda sincera de la verdad.

En estos momentos, son varios los casos de corrupción pendientes de juicio y sentencia en el Estado español. La sociedad se ha habituado a oír hablar de Gürtel, Palma Arena, Nóos, Malaya, Pokemon, Campeón y otros sumarios que, en conjunto, muestran a una clase política envilecida hasta los cimientos. Sea cual sea el resultado de la auditoría del PP, es improbable que convenza a una ciudadanía que empieza a sacudirse la pereza de la resignación y apunta directamente al sistema. Por ello, cuando Rajoy propone a otros partidos un pacto contra la corrupción, son muchas las personas que lo entienden como un pacto para esconderla.