CRíTICA teatro
Muerte en la niebla
Carlos GIL
Un hecho real: el 8 de abril de 1966 se descubre en Francia un vagón de mercancías un pedazo de cuerpo humano. En los días sucesivos, se van descubriendo pedazos del mismo cuerpo en otros trenes en diferentes puntos de Europa. En la realidad fue una mujer que mató a su marido, en la versión de Duras, la muerta es una prima. Superada la anécdota de la narración, lo que se convierte en una expresión de la fragilidad humana es lo que presenciamos, un interrogatorio al marido y a la mujer, por separado cuando ya ella había confesado el crimen, en el que se nos desmenuza a los personajes hasta la repugnancia, porque nos muestra la condición humana convertida en un conjunto de azares, renuncias, subterfugios emocionales que van deteriorando su valor.
La estructura de la obra sorprende, porque son dos interrogatorios autónomos, con un policía que indaga a posteriori, que sirve de palanca para los casi monólogos, para que se desnuden o se oculten los dos protagonistas. La conclusión es que la relación con esa prima muerta discapacitada era de explotación y que una vez producida la muerte hablan de la desaparecida como de un objeto, de una circunstancia, sin mostrar ni un ápice de conmiseración. Es desde esa constatación en la que empieza el vértigo, en donde la niebla densa formada de soledad y rutina esconde una muerte brutal, un asesinato violento y macabro.
Todo lo anterior se sustenta en un texto, un escenario demasiado sobrecargado, pero con dos actores, José Pedro Carrión y Gloria Muñoz que convierten esa desazón en arte, o que precisamente por dotarles a los personajes de tanta vedad escénica y humanidad, penetran mucho más, hacen que la obra nos estalle en el cerebro, nos envuelva en un misterioso sentimiento de vacuidad. De miedo.