Jose Mari Esparza Zabalegi | Editor
Inés
Ánimo Inés. Salvo una, todas las puertas tienes abiertas. Mal de su grado, no te las han podido cerrar: las de tu pueblo, tus montes, tus ideales, tus gentes. Las del amor sin «bisabises», las de la risa sin cristal. Las del futuro de un pueblo en marcha
Inés nació en mi pueblo, jugó en la misma calle que yo. Conoció la dictadura y frente a ella tomó conciencia social, política y feminista. En 1978 consideró la Transición como un apaño del franquismo y siguió entregada a la pelea. Como el Che: del dicho al hecho, sin trecho. ¿Equivocadamente? La Historia la juzgará, sin duda mejor que los que ya lo han hecho. Un día del verano de 1987 fue detenida. Torturada durante cinco días, fue sometida a un juicio farsa, como lo son todos los juicios en los que la cuestión del tormento está por medio. ¿O no? La condenaron por graves delitos, según la legislación vigente. Según esa misma legislación, en 2008 tendría que haber salido de la cárcel.
Era 1987. Ese año, el jefe del GAL era presidente de Gobierno y, en la cúpula de Interior, personajes como Barrionuevo o Vera trajinaban con sangre. En 1987, el coronel Galindo seguía torturando a vascos en Intxaurrondo, controlaba el narcotráfico y procuraba que nadie investigara la aparición de dos cuerpos en una fosa común en Alicante.
En 1987, la Guardia Civil mataba a quemarropa a Lucía Urigoitia, y a un ciudadano belga en una discoteca de Irun, sin que las «investigaciones hasta el fondo», prometidas por los políticos, pasaran la epidermis. En 1987, los «incontrolados» seguían agrediendo a ciudadanos que estaban perfectamente controlados y el GAL asesinaba a García Goena. En 1987, Amnistía Internacional repetía su informe anual, condenando al Estado español por la práctica de la tortura e instando abolir la Ley Antiterrorista.
Y es que, en 1987, la tortura era espectáculo diario: un día Sabin Zarandona se arrojaba por el hueco de la escalera en la comisaría de Indautxu para eludir el tormento, y otro día era Begoña Sagarzazu la que denunciaba su intento de violación en comisaría. En los nueve primeros días de octubre de 1987, hubo 120 personas detenidas en Iparralde y 88 en Hegoalde, amén de 44 más detenidas en manifestaciones de protesta. De las apresadas por los españoles, 32 denunciaron torturas. En 1987, Julen Elorriaga, asesino de Lasa y Zabala, era nombrado Delegado del Gobierno español en la CAV y otro delincuente, José Ramón Goñi Tirapu, Gobernador de Gipuzkoa. Otro malhechor, Urralburu, ocupaba la Presidencia del Gobierno de Nafarroa, y malsinaba con otro canalla, Luis Roldán, que acababa de dejar la Delegación del Gobierno de Navarra para ocupar la Dirección General de la Guardia Civil.
En 1987, un juez de Baiona ordenaba la detención del asesino Amedo Fouce.
En 1987, comenzaba la dispersión de los presos, medida criminal, destinada a arruinar la vida de los familiares y a matarlos por las carreteras.
Si a lo anterior añadimos la violencia practicada por ETA, concluiremos en que 1987 fue un año en extremo violento. Con una matización: ETA era la única que reconocía sus actos y a la postre la única que pagó, larga y desorbitadamente, por ellos. De todos los criminales de 1987 citados, ninguno fue torturado, ni dispersado, y nadie pisó apenas la cárcel pese a tener alguno más de 70 años de condena. Todos los asesinos y torturadores, incluso los condenados, fueron indultados, ascen- didos, premiados. Para más obscenidad, todo es público y notorio.
Tras 21 años presa, Inés estaba a punto de salir cuando unos sádicos le dijeron que le alargaban la condena 9 años más. Porque sí. Tras cuatro años de doliente espera, el Tribunal de Estrasburgo le dio la razón y ordenó su puesta en libertad. En la cárcel le ordenaron hacer la maleta, le indicaron la puerta y seguidamente se la cerraron. Pura maldad.
«No sabes cómo echo de menos las plantas, flores, prados, montes, mar, naturaleza. Nada añoro más que eso. Imagínate 10 años ya viviendo entre hormigón y barrotes», me escribía Inés hace tiempo. No, no me lo imagino. Sólo sé que una sola vez, en extraña e irrepetible coyuntura, pude darle una rosa entre los barrotes. Ahora Inés va a cumplir 25 años presa, todos en condiciones de excepcionalidad. Casi siempre aislada, se agarró a sus convicciones para no enloquecer. Estudió en la UPV hasta que los sádicos se lo impidieron. Algeciras, Albacete, Murcia, ahora A Coruña... siempre bien lejos, para aumentar el daño.
Pura perversión.
Si Inés fuera una piltrafa carcelaria, una delincuente más, una confidente policial, y se pusiera de rodillas ante sus verdugos, haría tiempo que estaría ya en la calle, presa ambulante de por vida. Sin embargo, Inés es una mujer maltratada pero entera; dulcificada por los años pero firme en su credo; aislada pero solidaria; presa pero libre; con una historia de la que no renuncia (entre otras razones, porque la ha pagado con creces), pero dispuesta a seguir su ideal social, nacional y feminista con los nuevos instrumentos establecidos por su gente.
Su continuidad en prisión es un escándalo que sólo sirve para mostrar, no para saciar, la sed de venganza de sus secuestradores.
Ánimo Inés. Salvo una, todas las puertas tienes abiertas. Mal de su grado, no te las han podido cerrar: las de tu pueblo, tus montes, tus ideales y tus gentes. Las del amor sin «visavises», las de la risa sin cristal. Las de la esperanza de una sociedad sin carceleros. Las del futuro de un pueblo en marcha. Solo queda una puerta, cerrada todavía por el miedo, el odio y la impotencia. Y van a tener que abrirla.