Terrorismo de estado planteado como una corrupción total, no solamente de las defensas democráticas de una sociedad, sino como trituradora de las esperanzas, las ideas más nobles de los individuos. Todos los síndromes encuadrados en una circunstancia demoledora, la víctima convertida en cómplice de su verdugo. La ansiada salvación de lo personal y su entorno, como clave para la destrucción total. El dominador, el captor, convertido en un aparentemente amable amante, en un terrible manipulador de emociones y sentimientos, con el terror estructural colocado como valedor de todas las actitudes criminales.

Es difícil entender en nuestros días la tortura, el terrorismo de estado como un acontecimiento de ciertos países del «tercer mundo». Es algo tan enseñado en las escuelas militares, tan utilizado en las prácticas diarias, que solamente en su manifestación más totalitaria nos puede llegar a conmover de manera integral. En esta obra el acierto dramatúrgico nos cuenta muy bien el proceso, la manera de derrumbar la resistencia de una militante, su entrada en la abyección más íntima que le lleva a la desesperación. Creyendo salvar a los demás, los condena, se convierte en instrumento de la misma represión. Cuando se da cuenta no lo soporta.

Un texto que ganó el premio Lope de Vega de 2008, ve ahora la luz con una propuesta digna, sincera, honesta en fondo y forma, muy bien planteada, que quizás sufra de algunas disfunciones espaciales, que exprime todas las posibilidades interpretativas del elenco, que deja traslucir el valor de un teatro en donde el asunto tratado corroe, incomoda, molesta porque estamos ante unos seres humanos que matan, mueren y que sueltan discursos capciosos. Por detrás está el terrorismo estructural, el que sonríe mientras reprime. Una obra que remueve, que provoca el vértigo, que incita al debate y a la acción.