Jule Goikoetxea Investigadora en Cambridge y UPV-EHU
Subalternas
Ni en la lucha por la autodeterminación, ni en la izquierda ni en la clase trabajadora, considera la autora, ha sido una prioridad pelear contra «la mujer» de los sistemas patriarcales y por ello «vivimos, morimos y renacemos» una y otra vez en tribus, feudos y estados diversos pero siempre patriarcales. Cree que estas luchas van a parar al mismo río, al que hace de «la mujer» lo subalterno. Analiza este proceso de exclusión para concluir invitando a todos los subalternos, segura de que cambiarán de prioridades, a que se hagan subalternas «por una breve eternidad».
La construcción del hombre moderno europeo se ha llevado a cabo mediante un determinado proceso de exclusión, opresión y marcaje. Una marca, la de «mujer», que es condición de posibilidad de todo sistema patriarcal: vasco, catalán, español o francés. Un mito, el de «la mujer», sin el que el mito de «el hombre» no podría existir. Porque ¿cómo obtendríamos al varón poderoso, al individuo racional y competente, al hombre público, sin la dama débil, el animal irracional e inconsistente, la esposa o mujer privada y la puta o mujer pública?
Es por ello mucho más apremiante para los animales irracionales, las damas débiles, privadas, públicas y concertadas desgajar y despedazar estos mitos que para el individuo, entiéndase, varón. Esta necesidad parece ser prioridad solo para las subalternas, para aquellas que no acceden al poder hegemónico, como diría Gramsci, o para todas aquellas que no pueden hablar, como diría Spivak. La subalterna es la mujer, la subalterna es la desviación que toda dirección correcta implica. El pensamiento androcéntrico y el sistema patriarcal se basan en la idea de que el varón y lo masculino son lo excelente y la mujer y lo femenino una desviación o una carencia. Este pensamiento subyace a casi la totalidad de las prácticas culturales, urbanísticas, financieras, publicitarias, educativas, comerciales, legislativas... Y dicho pensamiento se desarrolla mediante la imposición de un determinado arquetipo femenino que proviene de los mitos, la historia, la religión, la ciencia y el arte.
El feminismo tiene por objetivo sacar a la luz el subtexto androcéntrico (por el que el hombre se define como superior a la mujer), tanto en las prácticas diarias como en desarrollos teóricos aparentemente neutros y asexuados. Se trata de especificar, como hace MacKinnon («Hacia una teoría feminista del Estado»), que en el sistema en el que vivimos «la fisiología de los hombres define la mayor parte de los deportes, sus necesidades de salud definen en buena medida la cobertura de los seguros, sus biografías diseñadas socialmente definen las expectativas del puesto de trabajo y las pautas de una carrera de éxito, sus perspectivas e inquietudes definen la calidad de los conocimientos, sus experiencias y obsesiones definen el mérito, su presencia define la familia, su imagen define a dios y sus genitales definen el sexo».
Es por ello que en nuestra sociedad los problemas que afectan a los hombres son definidos como problemas sociales, mientras que los problemas que afectan a las mujeres son eso, problemas de mujeres. Durante todo el siglo XX hemos visto cómo el movimiento feminista ha logrado incluir en la agenda política convencional temas tan supuestamente privados y femeninos como la ley del divorcio, la anticoncepción, los malos tratos y las violaciones, así como la brillante ausencia de las mujeres en el espacio público. Pero la lucha en contra de «la mujer» de los sistemas patriarcales sigue sin ser una prioridad para quien no ha sido etiquetado y marcado como mujer. Ni en la lucha por la autodeterminación, ni en la izquierda, ni en la de clase trabajadora es una prioridad. Por eso vivimos, morimos y renacemos una y otra vez en tribus, feudos y estados diversos pero siempre patriarcales.
En este caso, todas las luchas van a parar al mismo río. Se ha hecho de «la mujer» lo subalterno per se. Ha sido el elemento quimérico sistemáticamente excluido para que exista una figurada inclusión e igualdad entre los hombres, sea en el estrato social que sea. Es la diferencia que posibilita la identidad de «el hombre», sea obrero, empresario, traficante, navajero, autónomo o aristócrata. Por ello la mayoría de los hombres subalternos, aquellos que tampoco acceden al poder hegemónico por ser obreros, inmigrantes, gays, pobres... siempre encuentran dimensiones del sistema que les encajan al dedillo. Siempre hay ámbitos en los que ellos no son el subalterno, porque siempre nos quedará «la mujer», obrera, inmigrante, analfabeta, pobre...
El patriarcado funciona como un sistema de adjudicación de espacios físicos y simbólicos en que los hombres connotan como valiosos -y por tanto fuente de recursos, poder y prestigio- los espacios y actividades que se reservan para ellos. Se ve muy claro con la cocina vasca. La mujer es la que ha cocinado toda la vida, pero ahora que entran los hombres se hace un Culinary Center. Todo lo que tocan lo prestigian y se convierte en centro, «la mujer» es la periferia. Y todo lo que es periferia, es mujer.
Todo lo que tocan los hombres se convierte en público, y ya sabemos que fuera de lo público no habrá ni razón, ni ciudadanía, ni igualdad ni legalidad. Habrá propiedad privada, habrá familia y esposa, habrá trabajo sin remuneración, violencia tolerada, desigualdad y esclavitud. Pero es que la mujer no tiene voz porque no tiene poder, y no tiene poder porque no tiene ética, como decía Kant, el padre de la Ilustración. Subalterna, o mujer, es aquella que tiene un super-yo débil, confirmaba Freud. Porque el super-yo se forma a partir del miedo a la castración. Freud, el padre del psicoanálisis, explicaba que el niño interioriza las normas sociales (las leyes, etc.) por el temor a que el padre lo castre como ha hecho con su hermana. Como la niña no puede tener miedo a la castración porque ya está castrada, su criterio ético (su super-yo) no será inexorable. Así se crea «la mujer», castrada, sin ética ni por tanto razón, ni por tanto igualdad ni por tanto derecho. Esa es la historia. Ese es el mito. Y esta la realidad que deviene de su mito y de su historia: la cobardía personal y la miseria intelectual de los pensadores occidentales es la materia prima de la historia europea, de su filosofía y de su ciencia.
Pero no es solo la mujer la que no es idéntica a sí misma, lo mismo ocurre con la realidad. Hay realidades dominantes y realidades subalternas, aquellas que nunca llegan a ser conocidas, escuchadas, formalizadas como historia. En la realidad subalterna no existe ninguna esencia que diferencie a la mujer del hombre. Son los discursos hegemónicos que articulan realidades dominantes los que imponen identidad esencial entre mujeres, por un lado, y entre hombres, por otro. Este discurso dominante por el que la mujer y el hombre son, en esencia, diferentes -y son por ello educados, tratados, vestidos, considerados, pensados, tocados... diferentes- la única ventaja que tiene para las subalternas es que nos permite identificar nuestra posición de subordinación, como dice Butler, ofreciéndonos categorías mediante las que podemos hablar. No es una esencia común la que nos hace mujeres, sino una historia subalterna, y una lucha común en contra de quienes, y de lo que, nos sitúan en esta posición de marginación y des-empoderamiento dejándonos, tras cada reforma, tras cada revolución, sin recursos, sin poder y sin prestigio.
Invitamos por ello a todos los subalternos a que se hagan subalternas por una breve eternidad.
A que cobren siempre menos que el que menos por la misma producción, a que trabajen sin cotización limpiando, cuidando, lo que se dice haciendo familia, gratis y para el Estado, que hagan de madre por las noches, de animal invisible durante el día, un poco de puta o mujer pública en la plaza, otro poco de mujer privada para cenar, y todo con tono inconsistente e irracional antes, mucho antes, incluso, de hablar. Y que lo hagan además, siempre, desnudos y con una agradable sonrisa.
Así, seguro que cambian sus prioridades, aunque sea por una breve, y subalterna, eternidad.