Nadiezhda Mandelstam y Anna Ajmátova, dos mujeres y un destino
Nadiezhda Mandelstam y Anna Ajmátova, esposa y amiga del poeta ruso Ósip Mandelstam, representan el coraje vital e intelectual de dos mujeres enfrentadas al totalitarismo. Ediciones Acantilado recupera las memorias de la primera y la editorial Nevsky publica, por vez primera en castellano, la prosa de la poeta de San Petersburgo.
Juanma COSTOYA
Nadiezhda (que en ruso se traduce como esperanza) Mandelstam (1899-1980) es la autora de «Contra toda esperanza». En este libro de memorias, la viuda de Ósip Mandelstam, uno de los más grandes poetas que diera la Unión Soviética de entreguerras, echa la vista atrás, con lucidez y sin ira, para reflejar la tragedia personal y colectiva que supuso el acceso de Stalin al vértice del poder soviético. Por sus páginas desfila su dramática vida en común y los amigos y conocidos de la pareja, lo que equivale a decir la crema de la intelectualidad literaria y científica del momento. Boris Pasternak, Andréi Bely, Maiakovski, Alexander Blok, Ehrenburg, Tsvétaieva, Soltzenitsyn y por encima de todos y con el papel de poetisa, confidente y compañera de ambos, Anna Ajmátova.
Si las amistades, como dicen, se forjan en la diversión y se prueban en la desgracia, parece evidente que el vínculo que unía a la pareja Mandelstam y a la Ajmátova era indestructible. Nadiezhda perdió a su amado Ósip Mandelstam cuando éste contaba 47 años y con fecha oficial del 27 de diciembre de 1938, con toda probabilidad muerto por agotamiento en un campo de trabajo próximo a Vladivostok. Hasta esa fecha fatal su vida no había sido fácil. Su salud quebrantada había sobrevivido ya a un intento de suicidio. Una década larga antes había sido arrestado en Crimea por los rusos blancos y pocos años más tarde, en Tiflis, fue encarcelado por los mencheviques. Después del arresto y la deportación de Ósip, Nadiezhda salvó su vida gracias a un frenético vagabundeo por la URSS, siempre pegada a las vías del tren, lo que le permitía partir con premura de cualquier ciudad antes de que la ubicua NKVD pudiera dictar orden de detención.
Unidas en la adversidad, Ajmátova había perdido también a su primer marido, Nikolái Gumiliov, fusilado en 1921. Su único hijo fue deportado dos veces a Siberia y su último esposo, el historiador Nikolái Punin, moriría en el mismo año que Mandelstam, 1938, en un gulag siberiano. Al margen de sus desgracias, Anna Ajmátova y la pareja Mandelstam compartían otros intereses. Todos ellos militaban en el acmeísmo, una corriente literaria que Ósip definió como «una añoranza de la cultura universal» ejercida con libertad en la tierra en la que uno nace.
Revolución literaria
Para la literatura y las bellas artes, la Revolución rusa fue el detonante de una actividad efervescente. De la literatura a la arquitectura, de la poesía a la pintura, las mentes creativas del este de Europa pusieron manos a la obra a la hora de idear un mundo nuevo y más equitativo. La mayor parte de la intelectualidad rusa de la época, Ósip Mandelstam incluido, fue partidaria ferviente de abandonar un régimen, el zarista, que había embarcado a su pueblo en la carnicería de la I Guerra Mundial y que se mostraba incapaz de gestionar la cada vez más exigente contestación social.
Después de octubre de 1917, la literatura sufrió su propia revolución. El constructivismo, el simbolismo, el acmeísmo, se constituyeron en los nuevos baluartes literarios. Poetas y artistas tenían sus propias publicaciones, tertulias y cafés en los que raramente se admitía a sus rivales. Cuando Lenin cede el poder y Stalin, el georgiano taciturno y astuto, llega al Kremlin, toda diversidad se corta de raíz. Por supuesto la política (el fusilamiento de Bujarin y el exilio de Trotsky, previo a su asesinato, obedecen a esta lógica), pero también la cultural y literaria. Casi de repente, pertenecer a un grupo o a otro dejó de ser una elección estética, o de conciencia, para convertirse en un asunto de vida o muerte.
La paranoia del estado fue acentuándose hasta extremos inverosímiles. Saludar a las personas incorrectas, escribir, visitar según qué casas.... contribuía a engordar un expediente secreto que en cualquier momento podía hacerse efectivo con una sentencia de exilio de las ciudades importantes, deportación a Siberia, fusilamiento o desaparición. La Lubianka, el edificio del centro de Moscú, al que se llevaba a los detenidos resumía su filosofía en una frase «Traednos al hombre, ya encontraremos las acusaciones». Un nauseabundo sudario de miedo recayó sobre el país de los soviets. Por supuesto, el terror trajo de la mano a un ejército anónimo de colaboradores con el régimen, soplones, chivatos, medradores, mercancía humana de ínfima calidad que, en ocasiones, veía posibilidad de negocio en la desgracia ajena. Las denuncias interesadas crecieron exponencialmente. En sus memorias, Nadiezhda cuenta cómo un compañero de piso utilizó falsedades para denunciarles con el objetivo de quedarse con su habitación.
Tanto Anna Ajmátova como Ósip Mandelstam recibieron del Stalin de los primeros años un tratamiento hecho a la medida. A casi todos los deportados y fusilados se les aplicó el uniformador artículo 58 que les despojaba en el acto de cualquier derecho. El específico decreto de la Ajmátova dictaminaba sin embargo «no arrestar, pero tampoco imprimir», lo que condenó su obra al silencio durante décadas. Para Ósip Mandelstam el precepto exigía «aislar, pero conservar». En la práctica, esto último suponía la prohibición de habitar en cualquier ciudad populosa de la URSS, obtener trabajo o relacionarse en condiciones de igualdad con cualquiera.
Los Mandelstam contaban con un contacto en las altas esferas soviéticas, Nikólai Bujarin. El líder bolchevique les sacó de apuros muchas veces. Sin embargo, la estrella del que fuera editor del «Izvestia» fue declinando gradualmente hasta llegar a su fusilamiento final, también en 1938, en las purgas que costaron la vida a miles de oficiales soviéticos. Mucho antes de la Gran Purga, la rutina de la pareja Mandelstam se redujo a tratar de sobrevivir, realizar colas para actualizar los salvoconductos que les permitían viajar en tren y buscar cuchitriles que les alojaran un tiempo. Pese a todo y, a pesar de su salud progresivamente deteriorada, Mandelstam fue siempre un poeta. Sus sueños estaban hechos de mar, brisa salitrosa, sol, vino ácido georgiano y, el eterno anhelo de Armenia y, sobre todo, de Italia, paradigma para el poeta de la cultura con mayúsculas. Dante y la «Divina Comedia», de la que se sabía pasajes enteros de memoria, eran su refugio recurrente. De hecho, cuando fue arrestado y, con las prisas exigidas, se olvidó de coger el abrigo de invierno, aquél que tantas gestiones y correrías había costado conseguir, y hasta el saco que arrastraba desde hacía tiempo con las cuatro cosas que juzgaba imprescindibles para mantenerse cuerdo en el gulag, pero, lo que no olvidó fue coger un tomo con la obra de Dante.
Poema sobre Stalin
Como buen poeta, Ósip Mandelstam era un desastre para la vida cotidiana. Su mundo estaba hecho de ideas abstractas y Nadiezhda era la encargada de lidiar con los infinitos y enervantes requisitos del estalinismo. La unión entre ambos era férrea, pero si algo sacaba de sus casillas a su compañera era, incluso en esas condiciones, la nula prudencia observada por Ósip a la hora de hablar con desconocidos de poesía, política o cualquier otro argumento que se le rondase la cabeza. Los poemas seguían afluyendo a su mente, se anotaban, se aprendían de memoria e inmediatamente se escondían o destruían. Gracias a esta técnica, a la complicidad de algunos amigos escogidos, entre ellos la Ajmátova y, al coraje de la propia Nadiezhda, se ha podido salvar una parte del testimonio vital y poético de Ósip Mandelstam. A pesar de tantas precauciones, las delaciones eran comunes y un poema satírico sobre Stalin pronto llegó a los archivos de la policía secreta. El destino de la pareja Mandelstam estaba sellado.
Anna Ajmátova sobrevivió a Ósip y su vida le depararía aún nuevos acontecimientos, muchos de ellos luctuosos. También alguna recompensa efímera y envenenada. Entre ellas, la visita que la noche del 20 de noviembre de 1945 le realizó, en su domicilio de Leningrado, el pensador británico Isaiah Berlin. El autor de «Dos ideas de libertad» estaba de paso en la ciudad como representante de la misión diplomática británica. En una librería de viejo, en plena avenida Nevsky, le facilitaron la dirección de Ajmátova y allí mismo tomó la decisión de visitarla. Muchos años después, Berlin recordaba aquel encuentro como «la cosa más emocionante, creo, que me ha ocurrido jamás». Cenaron, junto con su hijo, Lev Gumiliov, patatas hervidas y charlaron de literatura, política y de conocidos comunes toda la noche hasta bien entrada la mañana siguiente. El encuentro fue interrumpido al poco de empezar por Randolph Churchill, hijo del premier británico, y que estaba en San Petersburgo como corresponsal de prensa. A gritos, y desde la calle interpeló a Berlin, que hablaba perfectamente ruso, para encargarle una gestión rutinaria en su hotel. Años más tarde el hijo de Ajmátova fue de nuevo enviado a un gulag, del que no saldría hasta 1956. Su madre sostuvo que la visita de Berlin fue determinante para explicar esta deportación.
A la espera de que el cuerpo de Pablo Neruda sea exhumado el próximo lunes 8 de abril para dilucidar si la causa final de su muerte fue el cáncer de próstata que padecía o un presunto envenenamiento a cargo de la dictadura chilena, la lista de poetas y músicos perseguidos por los totalitarismos es inabarcable.
En los mismos años en los que la URSS perdía a toda una generación de creativos, en el otro extremo de Europa se repetía idéntica tragedia. El 19 de agosto de 1936 y en un lugar por concretar ubicado en el camino entre Viznar y Alfacar (Granada) fue fusilado Federico García Lorca. En su compañía el maestro Dióscoro Galindo y los banderilleros Galadí y Arcollas. La cruzada franquista no pudo soportar que una de las glorias del teatro y la poesía ibéricas fuera un republicano vocacional y un homosexual declarado.
El 22 de febrero de 1939 moría en una pequeña fonda pegada a la frontera, el hotel Bougnol-Quintana, el poeta Antonio Machado. Huía, junto con su madre, del avance de las tropas franquistas. En el bolsillo de su abrigo su último verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». Al día siguiente de su entierro llegó a Colliure una carta de la Universidad de Cambridge ofreciéndole un puesto en su rectorado. Hubo que esperar hasta 1981 para que fuera rehabilitado como profesor del instituto Cervantes de Madrid.
Quizá la clave para entender tanto ensañamiento del poder omnímodo con la literatura esté en la propia explicación ofrecida por Ósip Mandelstam a Anna Ajmátova: «Si por la poesía matan, eso significa que se le rinde el debido respeto, eso significa que se le teme y, por lo tanto, es poder».J.M.C.