José Angel Saiz Aranguren | Portavoz de Bildu en Zizur Mayor
Mala política o política mala
Cuando el estado decide qué es lo bueno para cada uno, deja de ser democrático y se convierte en teocrático o terapéutico, es decir, monolítico
Parece que la ética es el caleidoscopio con el que observamos hoy la política. Aquella ha ocupado las noticias políticas en los últimos meses (y años). La relación entre ellas ha generado debates profundos que lejos de ser resueltos abren más preguntas que contestaciones. Kant decía que para hacer política se requiere la astucia de la serpiente y la inocencia de la paloma. Ambas cualidades debían estar presentes en los políticos. Años más tarde, Woody Allen pensó que las serpientes podían hacer correr a las palomas. Esta conciliación inicial no se iba a dar en la forma deseada.
La política moderna renunció a la ética porque se fijó en la eficacia, la conservación del poder y los resultados. Desde Maquiavelo se defiende que la ética y la política deben ser independientes. Esta se rige por el mantenimiento del poder. Todo lo que favorezca a que el soberano se aferre al poder vale más que las convicciones personales. Fernando el Católico parece que inspiró a Maquiavelo, pero el más maquiavélico fue Enrique III de Navarra, que cambió de religión para ser rey de Francia. La democracia actual, lejos de ser ética, se basa en el intento de acaparar el poder. Para ello todos los caminos valen. Por tanto, la política moderna es el más claro ejemplo de la separación entre ética y política; es la del ámbito del poder, el ámbito donde mantener el orden, y permanecer en el asiento y el escaño es un objetivo básico.
En una charla, Freddy Javier Álvarez hablaba de que la corrupción es el gran escándalo de la actual política pública. Pero la corrupción que atraviesa lo público viene desde la fuente de lo privado. Así, la mirada a la administración pública absuelve el campo de lo privado. Este se ha adueñado de lo público y, paradójicamente, es desde lo público desde donde se intenta salvar la vida de lo privado (por ejemplo, los bancos). Entonces pensamos que el problema es ético. Nos damos cuenta demasiado tarde de que hemos perdido la ética y que la política es el campo de la corrupción. Ser político no goza de buena reputación y por ello crece el discurso moral. Mientras, la política se desvanece. La ética, con su vestido apolítico, sirve para deslegitimar gobiernos, criticar administraciones y tumbar presidentes. No nos damos cuenta de que una política que comienza a ser enjuiciada desde la ética significará la suspensión de aquella. La política pierde su sustancia porque la clase política actual está en crisis. Hay necesidad de un nuevo sujeto político. La ética solicitada es una consecuencia no de la ausencia de la política, sino de la pérdida de su rumbo, de la desintegración de la realidad. Tenemos necesidad de ética para evitar las grandes desgracias que provoca la política. Queremos guerras sin víctimas (humanitarias, dicen). Preguntar si el estado puede ser más ético es enterrar la política o despolitizar el estado, destruyendo, a la vez, toda forma de resistencia activa, como ahora los escraches. Es tener la ilusión de llegar a un estado que antes violaba los derechos y ahora los garantiza. Es llegar a la paradoja de que ya no es el estado el que va a abolir el derecho a usar la violencia legítima, sino que él puede violar los derechos en nombre de los derechos mismos sin poder escapar de ese círculo vicioso. Pensar un estado ético es soñar en un estado que garantiza tu salud y tu buen vivir, que sirve café para todos, que tiene una policía que te escucha y respeta tus derechos, que sus burócratas hablan de tus problemas. No sé si este estado ético es el mayor de los sueños o el comienzo de una pesadilla.
La conciliación entre ambos saberes nunca ha sido fácil. Cuando colocamos la óptica ética sobre la política hacemos una aplicación de la moral; una ética aplicada, que sabe que la política tiene especificidad propia. Pero distinguir estos ámbitos es imprescindible, porque, como expliqué en otros artículos, hay diferencias esenciales entre ambos. Los males de la política no se remedian apelando a la ética, sino con buena política y valores políticos, no morales. El pensador francés Lipovetsky escribió que el código genético de la democracia es una ética universalista laica. Por eso hay un marco ético-político que resguardar. Esta relación comienza respetando la inviolabilidad de la persona y su autonomía, para que nadie sea utilizado como instrumento de una colectividad, pues la persona tiene dignidad y no precio. Victoria Camps lo llamó respeto activo. Por otra parte, la política debe mostrar transparencia, que no es discreción, evitando secretismos. Sobre todo en su financiación, para no convertir la democracia en cleptocracia. Séneca ya advirtió que al principio son vicios y luego son costumbres. También todo estado debe cuidar el monopolio de la violencia legítima o función represiva respetando los derechos básicos y humanos de su ciudadanía.
No olvidemos que la política perfecciona las instituciones y la ética mejora a las personas. Lo bueno no es materia de la política, sino obligación de cada uno. Lo bueno se ocupa de la felicidad o placer personal. Los valores políticos piden lo correcto para la justicia social donde cada uno puede desarrollar su propio concepto de lo bueno. Esto es la esencia de un estado democrático. Cuando el estado decide qué es lo bueno para cada uno, deja de ser democrático y se convierte en teocrático o terapéutico, es decir, monolítico.
La regeneración política está en que la clase política asuma la responsabilidad de sus acciones. Y no basta con la buena intención, porque el camino al Purgatorio está lleno de buenas intenciones. Gobernar no es solo ocu- par cargos públicos, sino dirigir todos los esfuerzos hacia un mejoramiento social, económico, cultural, educativo y de libertades, porque el liderazgo es una oportunidad de servir, no de lucirse. Hoy en día, con el aumento de desempleo, desahucios y exclusión social; el deterioro de los servicios públicos en vivienda, cultura, educación y sanidad; el clientelismo, sobresueldos, dietas y corrupción no podemos echar la culpa a una falta de ética, sino rotundamente a una política mala o una mala política.