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Iñaki Egaña | Historiador

Lecciones de solidaridad

Durante un par de semanas, los vecinos de Donostia hemos podido asistir a un hecho sorprendente en esta decadente sociedad europea que nos acompaña cada mañana. En el Boulevard, nombre pretencioso para un espacio que hace cerca de cien años quiso asemejarse a las avenidas parisinas y a su glamour aristocrático, se ha levantado un «Aske Gunea», algo así como un territorio libre. Solidario para más señas.

Llama la atención que, junto a la sobriedad del antiguo Casino, bajo la sombra de un kiosco erigido para amenizar la melancolía de la reina Cristina y sobre un parking que trituró los restos de la antigua muralla, se haya constituido una comunidad que aspira a la revolución, una tribu navajo en sus afectos, un grupo acholi ugandés en su afición a la danza.

No rompe, sin embargo, con la historia. Apenas unos metros hacia el Cantábrico, las huellas de la batalla contra el fascismo, decenas de agujeros en la arenisca de las paredes municipales. La esquina, también, en la que Iñaki Kijera murió, apenas con 18 años, por el disparo de un verdugo de uniforme, cuando protestaba, paradojas hasta en la muerte, por la actividad parapolicial exterminadora en Iparralde.

El objeto de la iniciativa actual estaba relacionado con un motivo de adhesión. En este Estado gobernado por bribones y corruptos, se puede robar al por mayor, matar siendo agente de la autoridad, cazar elefantes sin más licencia que la divina, engañar a decenas de miles de jubilados con bonos preferenciales, incluso colocar a los amigos en las instituciones y consejos de administración. Con impunidad. Pero no se puede pelear contra la injusticia, meter el dedo en el ojo canallesco.

Ocho jóvenes donostiarras han sido condenados a seis años de prisión por hacer política. De la de verdad. Popular, sin lucro. Sin cámaras, ni flashes. El Supremo español les ha enviado a prisión, ajustándose, dicen, a la legalidad vigente. Una legalidad injusta. No han sido los primeros y, probablemente, tampoco serán los últimos. España se jacta de tener entre rejas a directores de diarios, militantes a favor de la amnistía, asociados de partidos y sindicatos, disidentes en general. Para honra de su marca internacional.

La solidaridad con los jóvenes, cuyo futuro inmediato ha sido cercenado, ha mostrado, aquí también, un país diferente. Aske Gunea se ha convertido en un lugar gestionado por jóvenes, en su mayoría, con el apoyo de mayores y foráneos. El fin del escenario estaba señalado, su detención, pero aún así el apoyo no ha decaído.

Durante días, unos y otros han ido inundando las mesas de pan, vino y libertad. De libros y de café. De versos desde el escenario, de abrazos interminables desde las escaleras, de besos al anochecer en esta primavera que va exagerando los jardines de colores. A primeras horas, un grupo de amigos, a veces desconocidos, acompañaba a los jóvenes desde sus casas al escenario libre. Por la noche, la vuelta.

Decía la exsandinista Gioconda Belli que la «solidaridad es la ternura de los pueblos». Siempre me ha parecido una expresión pasmada. Aprovecho este hueco temporal para mi reflexión. Mario Benedetti escribió, en cambio, en un juego de palabras un tanto ajustado, aquella nueva explicación para el SIDA: Síndrome de Insolidaridad Dócilmente Adquirida. Me quedo, por despecho, con esta idea, que se acerca más a la realidad de esta sociedad decadente europea que a la perfumada de Belli.

Hay, a pesar, excepciones. Y la nuestra, nuestro país, nuestra juventud, es una de ellas. Aske Gunea ha sido un oasis en medio de desierto que nos proponen los jinetes azules. Un alivio porque ha mostrado que no sólo los espacios geográficos pueden ser liberados sino lo que es más importante, que las mentes pueden ser territorios libres.

No quiero mecerme en historias viejas, porque la lección de solidaridad ha sido reciente. Está viva. No puedo evitarlo, en cambio, la pluma se desliza hacia la comparación de nuestra juventud con otras anteriores. De compromiso. De solidaridad. Hacia las ofertas que nos llegaban desde aquellos pioneros, por utilizar la expresión de un ya desaparecido poeta zuberotarra.

Me sugieren decenas de nombres que pusieron al servicio de la causa lo que Txabi Etxebarrieta apuntaba como única posesión realmente efectiva de cada uno, la vida. Apenas había cumplido Txabi 23 años cuando mató y murió en una emboscada. Con un libro de poemas de Neruda en el bolsillo: «He dejado en la puerta de muchos desconocidos, de muchos prisioneros, de muchos solitarios, de muchos perseguidos, mis palabras».

Evito, sin embargo, acercarme al calor de las letras que componen sus nombres, ni siquiera el alias con sus amigos. Una gran pesadumbre me abraza en los días más aciagos. La sensación de que jamás lograré rescatar del olvido la extraordinaria fuerza de hombres y mujeres que lucharon, como nuestros jóvenes de hoy, por una sociedad justa. Que lo dieron todo para abrir un camino aún sin desbrozar. Queda, por tanto, seguir los renglones.

Atisbo, en medio de esa niebla que se desliza desde Igeldo y queda atrapada en los muelles a la vera de Urgull, algunas gestas a las que la crónica oficial desdeña. Los muertos no importan, sobran, acaba de sentenciar un catedrático de Historia, participe del anterior Gobierno autonómico de Patxi López. Añade que la memoria está ganando la batalla a la historia. Y eso parece un demérito para ese Estado inalterable que permite la continuidad de los banqueros al frente de los parlamentos.

Me duelen en el alma Joseph Abeberry, alcalde de Ziburu, y Léon Lannepouquet, alcalde de Hendaia, detenidos en junio de 1944. Conocían los pasos de la Gestapo tras ellos. También las amenazas. Si huían la daga caería sobres sus familias. Y ambos, junto a una veintena de compañeros, decidieron solidarizarse con los suyos. Se mantuvieron firmes hasta que sus casas fueron allanadas de madrugada, y no por el lechero precisamente. Todos ellos murieron en campos de exterminio, entre ellos Abeberry en Mauthausen y Lannepouquet en Dachau.

El inevitable recurso al pasado agranda el presente. Se podrán poner ejemplos puntuales en Europa, se nos podrá decir que no somos el centro del universo, que el asfalto agrieta la juventud y la quinta glaciación amenaza desde la modernidad. He convivido en las comunas de Christiania en Copenhague, he debatido sobre modelos en Val Susa junto a los solidarios italianos contrarios al monstruo ferroviario, he amanecido discutiendo sobre autogestión con ocupas en Hamburgo. Mi curiosidad me llevó a la Puerta del Sol en la partida de la marcha del 15M a Bruselas.

Pero, como habría señalado Pierre Loti, ha sido en casa donde he aspirado el salitre rebelde. Donde he reconocido la fuerza del compromiso. Me he sentido parte de un proyecto solidario. Un proyecto político que nada tiene que ver con angustias existenciales, ni con los huecos de fin de semana ayudados por pastillas homeopáticas.

La solidaridad con los jóvenes donostiarras, la solidaridad de los jóvenes donostiarras, encierra ese plus que jamás van a poder entender quienes enlatan la vida en un proceso darwinista e inevitable. Aquí estamos, justamente, para cambiar la naturaleza injusta de las cosas, la injusta naturaleza misma.

Esa es precisamente la esencia de la rebelión, la semilla revolucionaria. Por eso, por ello, el horror del enemigo, la manipulación de los dueños de los medios que abren portadas e informativos destacando la insolencia juvenil. Defienden sus posiciones como lo han hecho desde siempre, con el dinero, el derecho a pernada y un ejército (pongan o quiten la mayúscula) de vasallos.

Sé que no es un consuelo, que las noches son muy largas y que la juventud arde entre los barrotes. Pero seguiremos siendo solidarios con estos ocho compañeras y compañeros. Allá donde estén. Allá donde los trasladen. Con un hermoso y solidario abrazo del tamaño de los objetivos por los que luchan. De la extensión de la propia juventud. Porque, como diría Camus, atrás quedaron los tiempos de la nostalgia, atrás la inocencia. Y es que la lección de nuestra juventud sólo nos puede hacer cada vez más ambiciosos.

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