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Josu Imanol Unanue Astoreka | Activista Social

Silencio interesado y víctimas de segunda

 

Cuando en cualquier lugar del mundo se pretende tratar los conflictos, siempre que- dan temas que no se quieren abordar, como si no se pudieran solventar y solo quedara asumirlos como mal menor, aunque su coste en vidas sea facilmente contable y reconocible.

En Euskal Herria también hay un tema pendiente de abordar con valentía, que produce muchas víctimas ante la pasividad o «tolerancia» de buena parte de la población. Curiosamente, a estos ciudadanos conscientemente pasivos no se les denomina colaboradores, ni terroristas, ni son excluidos de algunos derechos como puede ser la opción de votar o constituir grupo político, no se les acusa sin prueba alguna, ni son enjuiciados como los jóvenes de Donostia, recientemente encarcelados, a los que envío un abrazo muy fuerte. No se trata, pues, de un conflicto preocupante para la mayoría social.

Hablo de la droga y sus consecuencias, que no se trata como problema social y de primer orden, aunque todos conocemos a alguien que ha fallecido, que sufre, que está discriminado por ser consumidor, cuando no discriminado socialmente por haber perdido todo «valor» social. Al plus de la discriminación que puede conllevar, también se le añaden problemas de salud, inevitables a lo largo del tiempo.

A este fenómeno nadie ha sido capaz de tratarlo como debiera y, sin embargo, asumimos con total normalidad que miles de personas, en su mayoría jóvenes, hayan sido asesinadas poco a poco, con total permisibidad, mientras la mayoría de traficantes totalmente «anónimos» no han sido tan siquiera juzgados o condenados por actos delictivos.

Por lo que yo sé, muchas personas optaron por un consumo que les hundió de por vida, y soy consciente de que no se pusieron remedios ni ganas para tratar el tema como prioritario y de manera eficaz. Hemos llegado a tratar de unificar criterios sobre la pureza de la droga o su consumo consciente, de definir drogas más o menos dañinas y, sin embargo, no hablamos ni hemos consensuado nada para saber qué hacer con quienes conscientemente y según su propio criterio «controlaban» el consumo y ya son totalmente dependientes.

Y por los vacíos en la forma de actuar, muchos hicieron y hacen negocio y siguen enriqueciéndose, sabiéndose triunfadores. El coste de las posibles pérdidas y alguna que otra detención o ajuste de cuentas poco importa, cuando lo que se gana es mucho dinero, mucho reconocimiento o un estatus a veces incluso con condecoración militar incluida.

La historia de las drogas y sus efectos no tienen siquiera la misma atención que los accidentes de tráfico. Seguimos banalizando y permitiendo el sufrimiento.

Por ejemplo, durante los años 70-90 en Euskal Herria hubo muchos fallecimientos que los justificamos uniéndolos al Sida (consecuencia final) y no a unos hábitos en el consumo de ciertas sustancias. Incluso nos liamos en debates estériles sobre una u otra droga, sus efectos diferenciados, mayor o menor dependencia, etc... como si retrasar las soluciones a este conflicto, resolviera el problema de alguna manera.

Pero miles de millones de pesetas o euros se perdieron en los bolsillos de grandes negociantes y empresas especializadas en tratar el problema con profesionalidad, que se enriquecieron a costa de arruinar familias enteras. ¿No hubiera sido mas fácil dejar de hablar de la dificultad y acordar pequeñas soluciones más eficaces en el momento?

Aún recuerdo una conferencia sobre «Usuarios de Droga vía Parenteral y Sida» realizada en Berlín, a la que acudí y en la que se habló más de la pureza de la droga y el coste que de los hábitos en el consumo o los efectos de las mismas drogas. Tras años tengo la mala suerte de conocer que muchos de los participantes en aquel acto ya son solo cifras en el cómputo mundial de fallecidos por el VIH/Sida.

Pero culpo de la ineficaz actuación y de las consecuencias asesinas a los gobernantes del momento, que hicieron y hacen la vista gorda ante el problema. Incluso recuerdo con mucho dolor que quienes pusieron nombres a traficantes y trabajaron para luchar contra esta lacra fueron criminalizados y perseguidos. Ya se sabe, en esta tierra todo lo que se mueve en una dirección que incomoda al poder puede ser simplemente acusado de pertenecer, simpatizar o colaborar con banda armada.

A quien trafica y se le ha de proteger basta con ponerle un título militar e imponerle un fajín que realce su silueta. Aún hay generales que oyen el «chunda chunda» y ponen firmes y emocionados a sus corregionarios.

A los que mueren poquito a poco, se deterioran o permanecen ajenos a todo, solo les decimos que son «víctimas» de la droga. Y si hay víctimas, ¿quienes son los asesinos a perseguir?

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