«Los artistas deberían aislarse en lo posible de los aspectos económicos»
Pianista
El joven pianista Josu de Solaun, una de las grandes promesas del pianismo actual, hace su debut con la Orquesta de Euskadi en tres conciertos en los que interpretará el «Emperador» de Beethoven. Tendrán lugar esta tarde en el Baluarte de Iruñea, mañana en el Euskalduna de Bilbo y el viernes en el Teatro Principal de Gasteiz.
Mikel CHAMIZO | DONOSTIA
Aunque nació en Valencia, la familia paterna de Josu de Solaun proviene de Bizkaia, de la zona de Arrankudiaga. Comenzó en el mundo de la música con tan solo tres años, aunque no tocando el piano, sino la guitarra. «Mi madre siempre había querido ser músico pero, por circunstancias de la vida, no pudo serlo. Me apuntó a una academia como una especie de venganza cósmica», recuerda de Solaun, que se pasó al piano relativamente tarde, con 8 años. «No tengo memoria de la vida sin música», reconoce este joven asentado en Nueva York, que ahora se presenta ante el público de la Orquesta de Euskadi con uno de los conciertos más famosos del repertorio, el «Emperador» de Beethoven.
Marchó a Nueva York con solo 17 años. ¿Por qué, precisamente, a esta ciudad?
A los 15 años visité Nueva York por un intercambio con el colegio americano en el que estudiaba y la experiencia me marcó definitivamente. Yo tenía un espíritu aventurero, quería salir del ambiente en que había crecido y ampliar miras, y además estaba fascinado por todas las películas que transcurren en Nueva York, por la ciudad misma como gran icono del urbanismo moderno y por su vida cultural en la que se cruzan tantos artistas y tendencias. También en el ámbito musical: en Nueva York convergen diferentes escuelas y tradiciones pianísticas, era el único sitio donde iba a poder encontrar un determinado tipo de profesor de música.
¿Qué tipo de profesor buscaba allí?
Lo interesante de Nueva York es que es una ciudad completamente fabricada por inmigrantes. Mi primera profesora allí fue Nina Svetlanova, una gran pianista rusa que escapó de la URSS y acabó en Nueva York. Había estudiado con un legendario pedagogo del piano, Heindrich Neuhaus, profesor de Sviatoslav Richter, Emil Gilels, Radu Lupu... Yo me crié leyendo el famoso libro de Neuhaus, «El arte del piano», y cuando vi que en Nueva York había una señora que había sido su alumna y condiscípula de todos estos grandes pianistas, decidí que quería estudiar con ella. Así me sumergí en una cultura musical que era imposible de experimentar en el Estado español con ese nivel de intensidad y me adentré en el repertorio ruso.
No fue su única profesora en Nueva York.
Cierto. El doctorado lo estudié con Horacio Gutiérrez, un pianista cubano que había escapado del sistema comunista en Cuba y se había refugiado en los EEUU. Es un concertista internacional que me dio una perspectiva más directa de lo que es la vida de un solista, y además él había estudiado también con profesores rusos, concretamente con el maestro de Horowitz, así que había una cierta continuidad en mi formación. Él me enseñó un repertorio más variado, desde los clásicos a los impresionistas franceses, y fue estudiando con él hasta que mi carrera obtuvo un empujón, a los 24 años, al ganar el concurso Iturbi.
Aunque ha tocado en muchos países de Europa, su carrera se desarrolla, sobre todo, entre los Estados Unidos y el Estado Español. ¿Son dos realidades musicales muy diferentes?
Sinceramente, la globalización económica ha supuesto también ciertos patrones de globalización cultural. Hoy en día, las diferencias entre hacer música en el Estado y en EEUU no son muy grandes. Quizá sí en los pequeños detalles, pero en las líneas generales es muy difícil encontrar un sitio en el mundo donde haya diferencias notables sobre cómo se toca y se programa la música clásica. Vivimos en un mundo en el que todo es bastante parecido. No sé si es bueno o malo, pero es una realidad que estoy experimentando al viajar tanto.
Llegan noticias constantes de la crisis que enfrentan las orquestas estadounidenses. ¿Le afecta también a un pianista joven como usted?
Como mi carrera despegó en el 2006, no puedo decir que haya notado gran diferencia en la cantidad de mis conciertos, pero es cierto que aquí muchísimas orquestas están en quiebra. Como el Gobierno no interviene en la cultura y todo va por subvención privada, muchos mecenas que ganaban su dinero invirtiendo en Bolsa se han desmoronado y han dejado de aportar a la cultura. En Europa aún persiste un sentido de que la cultura es una herencia histórica que debemos mantener y que los gobiernos deben formar parte de ello. Pero en EEUU la cultura está secuestrada por el mundo del entretenimiento y se concibe casi como un adorno a la vida, no como algo integrante del ser humano. Por eso, cuando falta dinero es lo primero que se corta. Hay orquestas que han quebrado y los cachés de los músicos han bajado mucho, pero cuando uno se dedica al arte debería aislarse en la medida de lo posible de estos aspectos económicos o históricos, vivir en una especie de limbo atemporal. No puedes estar pensando en si todo lo que haces tiene una viabilidad económica: el arte debería ser un fin en sí mismo. La música clásica está muy devaluada en los EEUU, pero creo que los músicos no deberíamos desanimarnos por eso.
Su primer disco se publicó en el 2011. ¿Cómo fue su recepción?
Tuvo muy buena crítica en los Estados Unidos, pero no se presentó en el Estado español. En realidad no soy un gran amante de las grabaciones: nos aportan una ventana a intérpretes históricos que nunca podremos escuchar en directo, pero jamás pueden ser sustitutos de la música en directo.
Además, con la saturación que hay en el mercado discográfico, cada vez tienen menos relevancia. Yo hice mi disco pensando en compositores que eran importantes para mí en un momento dado, quería grabar esas obras que me habían acompañado durante una etapa importante de mi vida.
El disco lo publicó en un pequeño sello neoyorquino, Melos Records. Otra pianista vasca de su generación, Judith Jáuregui, acaba de crear su propio sello discográfico para distribuir sus grabaciones. ¿Tan difícil resulta para los jóvenes pianistas llamar la atención hoy en día?
El disco lo produje yo mismo porque no había ninguna discográfica interesada en grabarlo. En parte es comprensible porque se trataba de un proyecto muy personal, pero, efectivamente, antes todo era más fácil porque existía esa noción de que la música estaba ahí, que era parte de la sociedad y siempre habría alguien ayudando a los artistas. Ahora todo eso se está desmoronando y, como ha hecho Judith Jáuregui, a quien conozco muy bien, los jóvenes músicos tenemos que buscar nuestros propios medios para salir adelante y dar a conocer nuestro trabajo. Aunque creo que, en el fondo, eso mismo lo han hecho casi todos los grandes pianistas de los últimos 70 años, que han sido personas con iniciativa y una visión clara de lo que debían hacer para llevar adelante sus carreras.
El programa del disco era muy peculiar, con obras de Janácek, Scriabin, Malipiero... ¿Se siente atraído por el repertorio menos conocido?
Nunca escojo un repertorio por lo conocido que es, sino por la afinidad que siento con el contenido de la música y lo que trata de decir. Se da la casualidad de que la música que más me gusta a menudo no es muy conocida, pero eso no fue determinante a la hora de elegir el contenido del disco. Incluí a Bach, porque mi gran ídolo de la juventud era Glenn Gould; a Szimanowski, porque, además de ser un genio no suficientemente reconocido, ha ejercido una gran influencia en mi gusto; a Janácek, porque tengo una relación bastante personal con la República Checa, ya que me crié leyendo las novelas de Milan Kundera; y a Malipiero, porque su música es de un gran equilibrio entre la elocuencia y el clasicismo, algo que me fascina.
También incluye un «Nocturno» de Chopin.
Es que Chopin es icónico, fue el compositor que mejor entendió el piano como una expresión de la individualidad del sujeto moderno. Él trasladó el lirismo del belcanto italiano al piano de una forma absolutamente magistral. En un disco que plasma lo que había sido mi vida musical hasta entonces no podía faltar algo de Chopin.
Es un apasionado de la música contemporánea, pero no la toca demasiado a menudo.
Soy un devorador de música contemporánea, recibo muchas partituras de compositores actuales y las estudio con devoción, pero de momento las uso de forma privada. El problema, a diferencia de lo que ocurre con Beethoven, cuyas obras se llevan tocando 200 años, es que con la música contemporánea no existe un contexto ni una tradición a la que sujetarte. Para mí interpretar música contemporánea es como tirarse a la piscina, por eso necesito sentir que la he madurado correctamente antes de presentarla en público. Hasta ahora lo he evitado, pero creo que en un futuro próximo comenzaré a incluir música de Elliot Carter en mis recitales.
¿Dónde ve su futuro, en los Estados Unidos o en Europa?
Es una pregunta que me hago mucho y mi corazón está dividido. No sé si podría vivir en otra ciudad que no fuera Nueva York, porque es única en el mundo y aquí están mis primeras experiencias como músico y como persona. Pero echo mucho de menos a mi familia y me gustaría compartir con las nuevas generaciones musicales de mi país todo lo que yo he aprendido aquí. De momento me quedaré en Nueva York, pero en unos años no sé qué ocurrirá.
Josu de Solaun va a interpretar junto a la Orquesta de Euskadi el Concierto «Emperador» de Beethoven, una de las grandes obras maestras del repertorio. Pero el joven pianista no se inhibe ante el reto: «La grandeza de una obra de arte es que trasciende su propio contexto histórico. Para mí lo importante es no abordar la obra con demasiada distancia retórica: el estilo es importante, pero más importante para mí es la visión que una persona del siglo XXI tiene sobre Beethoven».
Para De Solaun, el «Emperador» participa de un lenguaje musical militarista que va en relación con la Revolución Francesa. «Pero nuestra sociedad tienen un cierto cinismo hacia ese heroísmo militar, porque ha sido puesto al servicio de causas terribles -explica el pianista-. Beethoven evoca ese militarismo como metáfora de la lucha colectiva contra el destino, habla de la dificultad y el triunfo, pero a nosotros ese espíritu nos puede hacer reaccionar con escepticismo». Le parece que la pieza denota «un optimismo contrario a la época en que vivimos», pero la abordarla «de forma catártica, para ser yo también más optimista. Es una música utópica que cree en el ser humano». M.C.