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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

El espacio

Un cuento taoísta de Pou-Song-ling le sirve a la autora como introducción a su reflexión sobre la complejidad de los distintos aspectos de la realidad relativa y de sus espacios. A partir de la constatación de la existencia de distintas formas de percibir el espacio, presenta elementos de análisis en torno a la ritualización, la división y la categorización del espacio, «un útero contenedor, allí donde se despliega la fuerza de lo natural». El espacio, interacción de creación y destrucción, de ocasos y auroras, como el de este artículo, donde entre ella y los lectores se simultanea la información, el conocimiento y el gozo de la comunicación.

En tiempos del Imperio Medio, dos hombres letrados fueron recibidos por un monje en un monasterio. Este les hizo admirar los espléndidos frescos de las paredes de una gran sala. Se veían magníficos jardines, animales, hombres y mujeres conversando entre ellos. Tan sutil y talentosamente pintados que parecían que estuviesen vivos. Entre ellos destacaba la figura de una hermosa mujer que parecía fijar la mirada en uno de los visitantes. Por su cabellera suelta reflejaba que no estaba casada, ya que según la costumbre de la época, las esposas recogían su cabellera en un moño.

Mientras uno de los visitantes continuaba la visita con el monje, el otro asombrado ante el fresco, descubrió al cabo de un instante que se hallaba dentro de él. Las imágenes se habían vuelto reales, se halló conversando con las figuras del cuadro y percibiendo la fragancia de las flores. También se encontró con la joven de los cabellos largos como si esta fuera de carne y hueso. Se enamoraron y acabaron casándose, razón por la que tuvo que peinarse el moño. El primer visitante, al regresar a la sala, se inquietó ante la ausencia de su amigo, pero el monje le tranquilizó y, golpeando la pared, apareció súbitamente. Los dos amigos, de nuevo ante el fresco, se dieron cuenta que la hermosa mujer ya no llevaba la cabellera suelta, sino que la tenía recogida en un moño.

Este cuento taoísta del escritor Pou-Song-ling del siglo XVII-XVIII, que tomamos de É. Brasey, muestra la complejidad de los distintos aspectos de la realidad relativa. En la narración, en concreto, se muestran dos universos, dos espacios. Uno es el de los visitantes y el monje en la habitación de los frescos, que llamamos objetivo, exterior o social. Otro el del arte, la creación y la estética, que corresponde al fresco. Los seres humanos construimos ambos para conseguir algo o simplemente ser o sentirnos de otro modo. La interrelación entre ellos lo hace posible. El entrecruce, la interferencia que acontece en la narración es la plasmación de lo imposible realizado. Cada espacio posibilita una forma de estar distinta. Y la transformación del peinado de la cabellera suelta al moño es la prueba irrefutable de una relación que ha suscitado el cambio. Ese vínculo que prodigiosamente se ha producido entre los dos ámbitos ha sido obra del visitante curioso que se ha abandonado al asombro. Sin embargo, las consecuencias aparecen empírica y prodigiosamente ante los ojos de todos.

Existen distintas formas de percibir el espacio. Así, podemos llevar la atención no a las cosas que están en él, ni a las relaciones que se crean, sino a eso que subyace a ellas: ese vacío, lleno de intención, de vida, de emociones y sentires recurrentes que constituye un intervalo, sutil y latente en los vínculos que establecemos. Algo que pasa tantas veces desapercibido. Ese espacio es un fondo extraño en el que como pasajeros errantes aparecemos, nos relacionamos, compartimos e inevitablemente desaparecemos.

Sin embargo, el espacio también lo ritualizamos, convirtiéndolo en un territorio social altamente normativizado. Es el caso del espacio antropológico, el de los cuerpos en la interacción. Estudiado por la proxémica de E. H. Hall, muestra el dinamismo comunicativo no verbal reglamentado de menor a mayor distancia según sea la relación íntima, personal, social o pública. Además de otros códigos fundados en la percepción sensorial que conforman el espacio olfativo, auditivo y visual, diferenciado por la información filtrada o excluida.

También lo dividimos y categorizamos, lo troceamos y fraccionamos mediante la creación de objetos físicos y mentales que percibimos y construimos. Sin embargo, ese fondo pasa totalmente desapercibido porque se oculta cuando fijamos la atención y nos identificamos con los objetos que creamos. Algo semejante acontece en la realidad onírica, a pesar de que la causalidad del espacio y el tiempo de los sueños estén sujetos a otras leyes.

El espacio es, asimismo, útero contenedor, allí donde se despliega la fuerza de lo natural, la de los huracanes, la lluvia y los vórtices de energía. Indescifrable. Los seres vivos resonamos en su sigilo con las voces, la risa, el vuelo, el galope y el rugido. Asombroso, misterioso, sin principio ni fin brotando inadvertidamente en todo. Silencioso, omnipresente e invisible, algo, por fin, que es siendo. Un no-lugar físico (Augès) pero también sutil, territorio de las mentes, es decir, de la memoria, la inteligencia, el pensamiento y el ego. Lugar que concilia lo inmutable y el fluir de las aguas, la tierra, el aire y el fuego.

Lo conocemos y experimentamos a través de la percepción y sus códigos: la tridimensionalidad, las perspectivas próximas y lejanas, las simetrías y asimetrías, a veces insólitas, como los sorprendentes dibujos y grabados de M. C. Escher. Formas necesitadas todas ellas de lo lleno y del vacío, de la relación y las pausas. Cuando el espacio es amplio nos inspira infinitud, flujo, corriente vital, umbrales enigmáticos sin final. Pero puede mostrarse angosto, claustrofóbico. O incluso paradójico, en la descripción de la física cuántica de una partícula situada simultáneamente en dos lugares distintos.

Más accesible, por cotidiano, se nos hace la división de los espacios en internos y externos: los de la interioridad y la hondura humana y los de la objetividad, el del mundo de ahí afuera. Y ello a pesar de que la experiencia prueba la artificiosa separación entre ambos. Universos de información y de conocimiento sin límite, nuestros, actuales y de nuestros ancestros, de la humanidad. Receptor de opuestos, de antagonismos y de conflictos, también de armonías, de ecos sonoros en resonancia. Espacios fijados y predeterminados por nuestras emociones, pero inestables como ellas mismas. Espacios de belleza extraña o angustiosos, laberintos o rutas intrincadas y complejas. Sean físicos, como los jardines de Bomarzo, el parque de los monstruos creados en la Italia del siglo XVI. Psicológicos, cuando nos hallamos extraviados en nuestra propia mente sin mapa cognoscitivo, y laberintos sociales de crisis como estos que vivimos en callejones sin salida.

El espacio es, además, el continente del acontecimiento en el que estás inmerso. Es una nada viva que te cobija. Una trama invisible, una belleza sin objeto que anuda las formas. Una fuerza que magnetiza y expresa los sueños y las ficciones de los humanos. Una explosión sin sonido. El espacio es pensado por los lenguajes, los símbolos y los signos. Concebido como infinito, es metaforizado desde las matemáticas, imaginado por la mente humana y experimentado por el místico. Es luz en y de los objetos y sus geometrías. Interacción continua de eros y belleza, creación y destrucción, donde se manifiestan ocasos y auroras. Como el espacio de esta relación que creamos nosotros ahora mismo, entre tú y yo, estimado lector, un flujo compartido en donde se simultanea, sensiblemente, la información, el conocimiento y el gozo de la comunicación.

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