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Alvaro Reizabal Abogado

Chivatos, acusicas

Cuando algo no gusta en Madrid, amenazan con contárselo a los máximos intérpretes de la ley de leyes, y date por jodido, porque aunque tengas razón te congelan el asunto durante años

En nuestra infancia, el chivato tenía muy mala prensa. Todos odiábamos al enchufado a quien el fraile dejaba encargado de apuntar a aquellos que, durante su ausencia, no se portaban como era debido y hablaban o se reían. Cuando el profe tenía algo muy importante que hacer que justificaba su salida del aula, como irse a la cocina a comer pan con tomate o a fumarse un cigarrito, algo prohibido para nosotros, el pelota preferido rellenaba la lista que luego llevaba aparejados castigos diversos, lo que le confería un poder por designación digital muy mal visto por el resto del alumnado, que le consideraba un traidor colaboracionista con el enemigo. «Chivato, acusica, la rabia te pica, por feo por malo nos haces reír. En mi escuela hay un chaval que es un chivato y le llamamos Topetín porque es muy chato».... Esta canción que ponían en la radio los jueves infantiles nos servía para cantársela al delator y desahogarnos de las putadas que el figurar en su lista acarreaba.

Había, también, otros tipos de chivatos como aquellos que ante cualquier circunstancia que les preocupara, fuese real o imaginaria, amenazaban con contarle todo a su padre para que ejerciera la necesaria represión. La escala de a quien se le iba a contar lo que pasaba iba subiendo: «pues yo a mi tío que es boxeador».... Hasta que, siempre, alguna lumbrera avisaba de que iba a contárselo todo «a mi abuelo que es Franco». Y ahí si que se acababa la diversión, porque nadie podía concebir un poder represor mayor que el del Generalísimo.

Alcanzamos la edad juvenil sin que nuestra percepción sobre la catadura moral del chivato mejorara, sino todo lo contrario, porque ya no estábamos hablando de travesuras infantiles sino de otros asuntos que podían llevarle a uno a la cárcel para una buena temporada.

Pasaron los años, al dictador le sucedió el heredero por él designado como digno continuador de la gran obra todavía inacabada y todo quedó atado y bien atado.

Ahora ya nadie habla de decírselo a Franco, algo políticamente incorrecto, sino de acudir al Tribunal Constitucional, de tal manera que el recuso de inconstitucionalidad se ha convertido en arma política, sobre todo para el gobierno central que tiene un privilegio por el que, cuando interpone un recurso contra disposiciones de las comunidades autónomas, las normas quedan suspendidas durante la tramitación del recurso, con el único requisito de ratificarla en el plazo de cinco meses. Si se tiene en cuenta el atraso que acumula el Tribunal, que supera, a veces, los diez años antes de dictar sentencia, no hay que echarle mucha imaginación para darse cuenta de que para acudir al Constitucional es hoy por hoy un spray paralizante.

Así que cuando algo no gusta en Madrid, amenazan con contárselo a los máximos intérpretes de la ley de leyes, y date por jodido, porque aunque tengas razón te congelan el asunto durante años. Es la explotación abusiva de las miserias del Estado de Derecho.

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