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Fermin Munarriz | Periodista

Narices rojas

No cabe duda, muchas cosas están cambiando. También las formas de expresar el hartazgo y hasta la ira. Rozan ya la memoria aquellas calles que retumbaban con miles de voces acompasadas en una sola consigna aullante. Contra la central nuclear o por la amnistía; contra los despidos o por la independencia. Era estremecedor aquel rugido colectivo entre edificios. Tenía algo épico. Quizá era una catarsis; en cualquier caso, cumplía la función de aglutinar al grupo, de inyectar fuerza y, sobre todo, de transmitir un mensaje nítido al enemigo: no os tenemos miedo.

Eran tiempos de fierro pero, por fortuna, como tan bellamente canta La Negra Sosa, todo cambia en este mundo. Sin embargo, en un presente tan atribulado, llaman la atención algunas formas que adoptamos y que se dicen «imaginativas». No faltan las citas callejeras airadas para denunciar el estado de cosas, es cierto, pero es cada vez más frecuente ver en ellas disfraces estrambóticos, teatrillos, carrozas alegóricas y todo tipo de coloridas ocurrencias. No me malinterpreten: ni soy nostálgico ni me entusiasma la pancarta de Playmobil; reconozco y admiro cómo muchos y muy importantes movimientos sociales y políticos -de casa y del mundo- han conseguido llamar la atención sobre sus reclamaciones con imaginativas puestas en escena. Nuevas maneras de rugir para pavor de sus adversarios.

Aparentemente, cada vez se grita menos -y con menos coraje- en la denuncia social de la calle. Con este estilo tan cosmopolita que nos caracteriza, hemos adoptado con entusiasmo muchas de las fórmulas que vemos en otros lares y que vienen a enriquecer nuestro espíritu emprendedor: desde incorporar la batucada brasileña al rico folclore vasco de la rebelión hasta desfilar con globitos de colores, grabar flashmobs o lipdubs en mallas de ballet, colocarnos unas enormes tijeras a modo de gafas o disfrazarnos de abeja Maya contra la corrupción, reventar la paciencia del bregado compañero de lucha con la puta bocina, bailar al ritmo de los omnipresentes payasos, corear eslóganes que harían ruborizarse en un concurso de poetas adolescentes enamorados o ponerse una nariz roja de gomaespuma para contar -aiene!- la pena que nos acompaña... ¿No estaremos yendo demasiado lejos?

Tal vez, no. Para los melancólicos todavía queda algo inmutable: la monumental chapa del final de la manifestación.

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