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Jon Odriozola Periodista

Videla

Unos opinaban que a los «extremistas» había que eliminarlos sin miramientos, y otros que había que instrumentar tribunales militares con capacidad de dictar la pena de muerte. Videla se posicionó con los primeros

Escribe el argentino Ricardo Ragendorfer: Ocurrió en el Colegio Militar a fines de 1961. Un joven oficial instructor debía comandar un simulacro de ataque contra un objetivo enemigo. Pero no acató las consignas y dispuso que los cadetes actuaran sin uniforme ni insignias para así encubrir su condición militar. El oficial superior preguntó: «¿Por qué no obedece el plan del ejercicio?» La respuesta: «Vea, mi teniente coronel, lo que se viene es la guerra revolucionaria». Jorge Rafael Videla, el joven instructor, no contestó nada, se retiró.

En la mañana del 17 de octubre de 1975, el Hotel Casino Carrasco, de Montevideo, parecía una fortaleza. Allí se desarrollaba la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema central (Pinochet, dos años antes, lo «resolvió») era la lucha contra la «infiltración marxista en la región». El delegado argentino, Videla, dijo: «Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país». Lo ovacionaron.

Aquel sujeto, hijo de un capitán del Ejército, había sido bautizado con el nombre de dos muertos: sus hermanos Jorge y Rafael, fallecidos de sarampión en 1921. Nacieron en una casa apenas separada por un alambrado del Regimiento de Mercedes. Arrancó moldeado.

Casado con la hija de un diplomático conservador, qué raro, padre diligente (aunque Miguel Bonasso habló del inter- namiento de un hijo, Alejandro Videla, en una siniestra colonia diagnosticado como «oligofrénico» y donde murió joven), miembro de Acción Católica y cursillista fervoroso. Videla nunca sintió demasiado interés por la política; simplemente creía en el Ejército como único y último baluarte de la nación.

Por ese entonces, en el más absoluto de los secretos, ya había comenzado a formarse una suerte de estado mayor clandestino formado por el Ejército, la Armada y la Aeronáutica para delinear las coordenadas represivas. «Esta lucha va a traer abusos y algún que otro error, pero habrá un costo menor en vidas humanas que en un conflicto prolongado», advirtió Videla en el cónclave castrense de Uruguay.

Por 1973, en las aulas militares había dos corrientes, por decir algo: unos opinaban que a los «extremistas» había que eliminarlos sin miramientos, y otros que había que instrumentar tribunales militares con capacidad para dictar la pena de muerte. Videla se posicionó con los primeros, con los cadetes, con quienes luego, ya tenientes, participaron en la represión más salvaje de la historia argentina, excluyendo los patagones.

Videla era lacónico. Una vez dijo sobre los desaparecidos este criminal que no tuvo jamás náusea: «no están, no existen, no son. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos».

Dicen que murió sobre el inodoro (no en la ducha), en su ley. Tal vez el único rasgo humano que lo adorna. Ahora toca el arpa -o la lira- en algún rincón del infierno.

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