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Jesus Valencia | Educador social

¿Dónde están aquellos pacificadores?

La sociedad ha cambiado de consignas y de señalamientos. Apunta a los presuntos pacificantes como culpables de las actuales miserias y, en vez de soltar palomas tontas y globitos, exige justicia, trabajo e igualdad

Eran fuerzas vivas -de cierto renombre y mucho micrófono- que se dedicaban a repudiar la violencia: patronos que se hacían acompañar por los trabajadores en las puertas de las empresas; políticos que convocaban en las plazas a la ciudadanía; catedráticos que contribuyeron a convertir los campus en bosques convulsos de manos blanqueadas. Sobra decir que la iglesia movilizó a sus huestes en apoyo a esta misma cruzada.

Aunque resulte paradójico, aquellos pacificadores atacaban a los pacíficos. Los insumisos fueron encarcelados; quienes promovían la no-violencia activa fueron encausados; manifestaciones tranquilas fueron reventadas; mataron sin ton ni son a gentes sosegadas que vendían pan, bebían vino o se protegían tras una marquesina. De entre las entidades que colaboraron con el poder, hubo dos generosamente retribuidas: la Iglesia (percibe anualmente 11.000 millones de euros) y Gesto por la Paz (recién fallecida de nostalgias). La ciudadanía que jaleó aquellas campañas ha salido bastante peor parada. Los empresarios han privado de sus derechos a los trabajadores que les acompañaban. Los políticos han dejado en cueros a la sociedad que los secundaba. ¿El estudiantado de las manos blancas? Hoy se pudre en las puertas del INEM o ha emigrado a otras tierras en busca de trabajo. Hizo falta el enriquecimiento escandaloso de unos pocos a costa de todos («la obscenidad metafísica» de la que habla Jon Sobrino) para que la ciudadanía abriera los ojos y descubriera quiénes tienen la exclusiva de la violencia.

La sociedad ha cambiado de consignas y de señalamientos. Apunta a los presuntos pacificantes como culpables de las actuales miserias y, en vez soltar palomas tontas y globitos insulsos, exige justicia, trabajo e igualdad. La movilización popular se incrementa y las formas de protesta se diversifican. Grave delito. La España de cartucheras y tricornios no anda con sutilezas. En su diccionario no cabe la desobediencia civil y cualquier reclamación es tomada como sedición. Jornaleros andaluces, mineros, jóvenes vascos, trabajadores en huelga, desahuciados... todos son perniciosos terroristas que atentan contra la seguridad del Estado. «Si hacemos algo para rebelarnos contra los latigazos del sistema -decía con acierto «Diario de Aragón»- somos violentos; todo lo que sea no estar callado va a ser descrito como violencia». Cada vez son más las personas que han llegado a esta conclusión. En Euskal Herría ha surgido con fuerza la experiencia de las herri harresiak. Eleak -precavida- intenta protegerse de la furia que descarga el Estado contra cualquier iniciativa de desobediencia civil: «Queremos construir una muralla que cierre el paso a los agresores y a las políticas represivas del Estado».

En tiempo tan crucial, Gesto por la Paz se despide. Cuando los sectores populares soportan múltiples y feroces arremetidas, el agasajado movimiento pacificador se autoliquida. Dice no apreciar en la actualidad actos de violencia ni vulneración de derechos. Así de tramposa era la paz que reclamaba y los oscuros intereses que defendía.

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