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Iñaki Egaña | Historiador

La obsesión

Unos días atrás se ha suscitado un pequeño debate en torno a la fiesta del 25 de octubre como fecha nacional (regional) para la Comunidad Autónoma Vasca. Dos formaciones han coincidido en el fondo y en la forma. Sobre todo en la forma, porque el fondo es reciente, es decir, recordado: el apartheid político dejó fuera de la Cámara de Gasteiz a la izquierda abertzale, hecho explotado por la españolidad para cambiar alguno de los símbolos institucionales.

No deja de ser curioso que una de las comunidades naturales más antiguas de Europa, presente en el territorio actual desde al menos el último Máximo Glacial, tenga la fecha de expresión más moderna, creada en abril de 2010 por la troika hispana (UPyD, PSOE y PP). Las dos primeras son, precisamente, las que han coincidido en el debate. Anuncian que quienes quieren cambiar la fecha están atrapados por sus «obsesiones identitarias».

Me produce una especial hilaridad semejante definición, viniendo de quien viene. Viniendo de quien sufre una patología histórica en su definición identitaria. El mismo regocijo que sufro al escuchar a un banquero hablar de igualdad de oportunidades (vista a la cartera), a un policía de tolerancia (vigila su cartuchera), a un torero de arte (no pierdas su estoque), a un obispo de amor por el prójimo (cuidado con sus manos) o a un juez de la Audiencia Nacional de valores democráticos (cuidado con su estilográfica). La desvergüenza no tiene límites, sobre todo en esta época donde el arco mediático está copado por bandoleros.

Es cierto que la Fiesta Nacional tiene un significado especial, identitario, que puede incluso definir a la comunidad que la enaltece, o como diría Georges Brassens, la padece. España, en ese esperpento simbólico que segrega, se apropió del 12 de octubre, el día que las naves enviadas por los llamados Reyes Católicos llegaron y descubrieron «presuntamente» América. España se convirtió en imperio, gracias a la punta de su espada, de su cruz y de su verga.

Pusilánime elección.

Esa troika defensora de lo castizo en las tierras levantiscas vascas, acuña como valor supremo de su patria el día que dio comienzo uno de los mayores genocidios en la historia de la humanidad que, para mayor escarnio, recibió el apelativo de Día de la Raza y Día de la Hispanidad, hasta que fue modernizado en su acepción. Un día compartido por la Reina del Fascio, la del Pilar, y la de la Benemérita, sinónimo terrorífico.

Hay un sentimiento permanente de Caballo de Troya entre la comunidad que defiende la idea de España en Euskal Herria, por encima de ideologías y me atrevería a decir de siglas. Una percepción de responsabilidad, de amparo a la vieja y a la nueva España, como si fuera la razón de ser que ha dado sentido a su existencia en este trozo de territorio, bañado por vientos de locura, por lo visto.

Una obsesión, en realidad.

Y no me excedo, aunque reconozco excentricidades en mi alegato.

Hablo con conocimiento de causa en cuestiones cercanas (Donostia, 1813) que quizás les resulten lejanas a quienes respiran desde la brisa del Serantes o desde el bierzo de Lerga. El avance del calendario ha propiciado que, con motivo del bicentenario de la destrucción, saqueo y muerte del 20% de la población donostiarra en los estertores de las guerras napoleónicas, los actos de recuerdo se hayan multiplicado.

En algunos he tomado parte desde la mesa de oradores. Los lectores reconocerán, aunque sea de manera leve, el debate suscitado en relación a la figura de Francisco Javier Castaños, duque de Bailén, y su responsabilidad en la masacre de entonces. Un ilustre militar que a los 10 años ya era capitán y en 1813 comandaba la España «libre de franceses».

Desde hace poco más de un año, la revisión de lo sucedido ha sufrido una contra-programación por parte de los defensores de la España de Frascuelo y sus valores históricos. Una defensa con los elementos habituales mediáticos (Vocento en la vanguardia como no podía ser de otra manera), pero también con los militares. A su cabeza, el gobernador militar de Gipuzkoa (subdelegado de Defensa en la nomenclatura actual). Como lo oyen. Defendiendo, junto a su tropa civil, el honor de Castaños y la españolidad de ese trozo de tierra que los arrantzales de bajura llamaban Irutxulo.

En un escenario lógico, es decir ausente de falacias, resultaría patético que un coronel recorriera casas de cultura y foros digitales afeando la disidencia y la lectura objetiva de la historia. De unos hechos que sucedieron, no lo olviden, hace 200 años. No lo es, sin embargo. El símbolo de la Hispanidad envuelve los acontecimientos, los impregna de una necesidad, la del convencimiento de una nacionalidad (española) de destino.

La obsesión.

Un gobernador militar que ya definió la importancia que otorga a la lectura política del pasado al concepto de españolidad, cuando volvió a jugar con la contra-programación en el aniversario de la batalla de los Intxortas. Recordarán el escándalo: conmemoración de la defensa del territorio vasco, de los bombardeos franquistas, de la ofensiva fascista que trajo estos lodos. Recogimiento y homenaje. El mismo día, desde los cuarteles de Loiola tocaron a corneta y los militares bajo su mando se desplegaron en maniobras por los Intxortas. Como entonces. No tuvieron valor de reconocer la obviedad y aludieron a la casualidad.

La españolización de las Vascongadas, de Navarra... de todo lo vasco es una obsesión permanente que, en la mayoría de los casos, bordea la irracionalidad. Desde los sindicatos UGT y CCOO en la defensa de sus marcos españoles, sus leyes laborales, hasta la penetración de las Casas Regionales, que en las circunstancias más adversas según el informe de inteligencia de turno, debieron ser insufladas de fondos reservados. Desde la banderita en las medias del portero vasco de la selección española de fútbol hasta la combinación más estrambótica en los colores del combinado judoka.

La conclusión del euskara como un frente anti-españolizante es otra de las cuestiones que movilizan a los defensores del casticismo vascongado. Durante décadas hemos percibido la distinción, tanto en medios públicos como privados, incluida la valoración del inglés por encima de la vernácula. El desprecio supino de Patxi López al euskara, convirtiendo su aprendizaje en una frivolidad, es el paradigma del integrismo hispano.

Les puedo poner miles de ejemplos, hasta aburrir. El gobernador militar citado asistirá de ponente a los cursos de verano de la UPV. De la mano de su exrector. Con estos ejemplos, abriríamos una caja enorme, repleta de obsesiones ridículas, modelo de una forma decimonónica que, a estas alturas, parece expulsada de la historia. Pero España jamás está fuera de la historia. Ni en los detalles. Gaizka Fernández Soldevilla acaba de publicar su tesis doctoral sobre Euskadiko Ezkerra. Ha confeccionado sus conclusiones antes de realizar el trabajo. No es ese el tema, sino su solapa: «una obra que contribuye a una mejor comprensión del pasado reciente del País Vasco y, por ende, de España». ¿Publicidad gratuita? Para nada. Mesianismo.

Hay una obsesión histórica, una «unidad de destino en los universal». La defensa de España, hace mucho que lo percibimos, es clasista, dirigida. Torticera. Porque los valores que hicieron posible ese proyecto han sido permanentemente los de la mentira, los de la imposición, los del imperio, los bélicos, los uniformadores, los del castellano, los del nepotismo.

Quizás fuera posible otra España. No lo sabremos nunca. Jamás tuvo oportunidad de expresarse y si lo hubiera hecho es probable que ni siquiera el nombre le hubiera acompañado. Hoy, su idea sigue siendo estandarte en tierra extraña, la nuestra. Una idea obsesiva, patológica, que trasladada a la política diaria genera absurdos como el de la fiesta de octubre para convertirse en día de la patria vasca.

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