Amparo LASHERAS | Periodista
La desigualdad más sangrante
Los asesinatos de Ada Otuya y de Jenny Rebollo, torturadas hasta la muerte, deberían ser algo más que un titular trágico, un drama de sobremesa televisiva o una razón rutinaria para que las instituciones hagan una denuncia hipócrita de la violencia de género, cuya condena se ha convertido en un elemento obligado del discurso políticamente correcto. Las muertes de Ada y Jenny han estallado delante de nuestra pretendida normalidad y necesitarían una reflexión más airada sobre el porqué de la desigualdad que les ha matado. Los asesinatos de ambas mujeres tocan la conciencia colectiva y deberían provocar vergüenza y sonrojo ante la ignorancia voluntaria de una realidad, la de la explotación sexual a la que se ven abocadas muchas mujeres y a las que el sistema mira desde la distancia de la indiferencia social y del desprecio machista. Sin embargo, su existencia genera más de 7 billones de dólares de beneficios anuales (el segundo negocio más lucrativo del mundo), un dinero que la Banca y las políticas permisivas del neoliberalismo se encargan de «legalizar», integrándolo en el poder económico, bienpensante, que mantiene al sistema capitalista. Esta semana, en twitter, alguien denunciaba como una realidad oculta las constantes agresiones físicas y psicológicas que sufren muchas prostitutas por parte de los clientes. Una crueldad alarmante que destroza algo más que el cuerpo y representa la tragedia última que subyace en el abandono social de las mujeres, detenidas en cualquier carretera o esquina del desarraigo de una migración obligada y pobre. Ada y Jenny han puesto nombre al terror de morir torturada en el último peldaño de la desigualdad más sangrante, la de las prostitutas.