El primer ministro turco, Recep Tayip Erdogan, ha anunciado que respetará la decisión de los jueces sobre la legalidad de la reforma urbanística en el parque Gezi de Estambul. Ha anunciado, además, que aunque los tribunales avalaran su polémico proyecto urbanístico, promoverá un referéndum para que los ciudadanos de la capital histórica de Turquía decidan su futuro.

No seré yo quien vaya a opinar sobre la respuesta que debe dar el movimiento popular de protesta, que nació con esa reivindicación pero que va más allá en sus exigencias. Es evidente que el «sultán neotomano» se ha tenido que tragar su orgullo e intenta ahora desactivar el frente abierto en torno a cuestiones como la islamización de la sociedad o el reparto de la riqueza intentado circunscribir el asunto a una cuestión puramente ecologista.

Pero lo que verdaderamente me enerva es la reacción furibunda de la UE, que ha denunciado sin despeinarse la brutalidad policial turca, hasta permitiéndose el lujo de recordar a Erdogan que «así no se entra en nuestro selecto club».

Dudo mucho de que a los turcos les apetezca un ápice entrar en una UE que se cae a pedazos por la periferia. Y les aconsejo que no lo hagan si quieren contar con una policía respetuosa con las protestas. Ejemplos sobran, desde Madrid a Atenas, pasando por Génova y Berlín.

E incluso en nuestro propio entorno. ¿Ha oído alguien a alguno de nuestros viejos dirigentes aceptar-proponer un referéndum sobre polémicas obras o proyectos faraónicos? Yo no.

Quien colija de ello que trato de defender a Erdogan anda errado. Lo que denuncio es ese cinismo eurocéntrico, ese gatillo fácil cuando se trata de criticar a gobiernos de otras latitudes, más si son de países musulmanes («turcos o árabes, qué más da»). En estos casos se junta la hipocresía con la islamofobia.

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