Antonio Alvarez-Solís | Periodista
La protección a los jóvenes
«¿Por qué ahora tanta urgencia?», se pregunta el autor, dado que el paro juvenil es un problema que atosiga la realidad social desde hace mucho tiempo. ¿Por qué, pues, esa preferencia? Plantea que tras la llamada urgente a reducir el paro juvenil puede haber ocultas motivaciones como la de conseguir «fuerza de trabajo a precio irrisorio» o «bajar las retribuciones del conjunto de los trabajadores» o, quizá, un temor cada día más agudo a una «explosión social».
Sorprende la relevancia que Alemania da al paro juvenil no sólo en el ámbito alemán sino, sobre todo, en países más rudos, como España. Ultimamente muchos dirigentes germanos han insistido en la urgencia de resolver o al menos menguar este problema. Y esta urgencia es quizá el aspecto que más me ha inquietado de la cuestión ¿Por qué ahora tanta urgencia respecto a un problema que atosiga la realidad social desde hace mucho tiempo?
Como en tantos otros aspectos de la política económica neoliberal es fácil apreciar en el apremio sobre el paro juvenil una preocupación que va más allá del cuidado por la salud laboral de los jóvenes. Evidentemente la realización fundamental del individuo como persona plena tiene como base elemental el trabajo en todas sus dimensiones y además el futuro social está en manos de esos jóvenes que hoy se ven flotando en el vacío. Pero insisto en que hay algo sospechoso en esta predilección por parte de las instituciones.
En primer lugar debe considerarse porqué un joven ha de tener esa preferencia cuando millones de seres entre los treinta y los cincuenta años se ven agónicamente en la calle. Entre esas edades es cuando el ser humano constituye o ha constituído ya una familia. Y esa familia precisa de una atención radical en sus necesidades como núcleo de tantas cosas. Un parado juvenil resulta una ignominia ética, pero un parado adulto significa una tragedia ¿Por qué, pues, esa preferencia?
Ante todo, y antes de seguir en estas cavilaciones, ha de afirmarse radicalmente algo esencial: cualquier ser que en edad de trabajar sufra el horror del paro expresa el fracaso de un sistema social. El capitalismo resulta criminal porque ha quemado en el horno alto de sus intereses a millones de seres, incluyendo niños, sin más explicación que una lógica obscena del producto. Cada vez que escucho a un representante de las organizaciones empresariales decir que la empresa, tal como está concebida en el capitalismo, es la protagonista del desarrollo me pregunto por la calidad humana de ese desarrollo y por la responsabilidad histórica de quienes sostienen con hipócrita solemnidad esa concepción de la empresa. Es como decir que la banca, escandalosamente desnuda ahora, es la productora del dinero. Va a ser verdad, dada la excluyente ideología granempresarial y sus inhumanos resultados, la frase de Proudhon de que «la propiedad es un robo».
Pero prosigamos el elemental discurso acerca del subsuelo que pueda tener esa preocupación por los jóvenes ¿Es una preocupación que tiene realmente un motor ético? Si existiera esa motivación ética ¿qué decir de una madre o un padre de familia arrojados a la calle con todo el dramático equipaje humano sobre sus espaldas? ¿No merece una llamada inaplazable a la ética esa básica célula que incluye muy habitualmente al joven sin trabajo que ahora suscita tantos cuidados? ¿No hay un presente y un futuro en esa mujer o ese hombre que a la cabeza de una familia están sumidos en el desconcierto? ¿Resulta teatral hablar así? Hemos llegado a un grado tal de cinismo que esto que sostengo puede ser juzgado como un lenguaje improcedente. Me gustaría saber simplemente si las asociaciones empresariales se han planteado la cuestión del paro como un gran crimen social. El clamor a favor de los jóvenes parados por los personajes y las instituciones que predican y amparan el capitalismo como única concepción válida de la sociedad, es un clamor perverso, sobre todo por la falsedad que comporta.
En esa llamada urgente a reducir el paro juvenil, quizá hay dos ocultas motivaciones que no tienen nada que ver con las consideraciones éticas ni con la preparación de un futuro sólido para la sociedad. La primera de esas motivaciones resulta especialmente condenable. El empleo de gente joven suele tener un primer objetivo doblemente detestable: por una parte conseguir fuerza de trabajo a un precio irrisorio; por otra, presionar a la baja las retribuciones del conjunto de los trabajadores y romper cualquier solidaridad en el ámbito laboral. El objetivo que se persigue es, pues, repugnante, como todo lo que surge de la asoladora ideología fascista actual.
Pero sospecho que quienes predican ahora un trato preferente a la juventud en paro abrigan en el fondo un temor cada día más agudo a una explosión social que siempre funcionaría de modo más radical en los jóvenes que en los trabajadores de edad madura. De alguna manera cabe poner como ejemplo el mayo francés del 68, al menos en lo que se refiere a la decida ocupación de la calle y al enfrentamiento con las fuerzas de seguridad. Por mucha que sea la distancia establecida entre los grandes empresarios y la calle esa distancia se acorta cuando llega la hora de la enérgica respuesta a la explotación. Desde los Estados que dominan los poderosos se van multiplicando las acciones represoras que están pasando ya la línea roja de la violencia. Esta situación de acción y reacción va ganando muchos grados de intensidad.
Los grandes poderes empresariales, tanto los que manejan lo que queda de la economía real -concentrada de modo creciente en muy pocos países- como los que dominan la economía especulativa, saben que está disminuyendo rápidamente el servilismo de las gentes del tercer mundo, hartas de una explotación que llega al crimen. Esas poblaciones trituradas empiezan a alzarse contra la muerte y los sufrimientos a que se las somete por dirigentes que manejan los hilos desde ámbitos lejanos. Cada vez esta explotación lejana va a resultarles más cara, lo que lleva al regreso de unas empresas al marco nacional desde el que se deslocalizaron. Por tanto, parece lógico, dramáticamente lógico, que esos dirigentes empiecen a constituir una reserva doméstica de trabajadores que sustituyan a los trabajadores ahora sometidos al coloniaje exterior. Y esa reserva puede estar constituída por unos jóvenes penetrados por una sofisticada ideología imperialista que ahora maneja el mundo mediante la globalización. Son jóvenes que arropados en buena parte por su entorno resultan más proclives a formas de trabajo menos clásicas que se saldan con salarios bajos. Los «mini jobs» son un ejemplo claro de lo que digo. Otro ejemplo son los trabajos en prácticas o trabajos considerados como propios de becarios. Ahí se está conformando un sector social al que se vende la mercancía emocional de un empleo que les permita, además, una vida más libre, más falsamente libre. Trabajadores que llegarán a perder la conciencia de serlo, con las consecuencias debilitadoras que ello apareja en todos los órdenes de la existencia. La doctrina de pagar con poco dinero y mucha «libertad» puede funcionar letalmente para una juventud que tropezará con la triste realidad que ese sistema apareja cuando desaparezca la estructura de apoyo que por ahora significan sus mayores.
Cuando se habla del capitalismo contemporáneo, destruída ya la burguesía liberal, hay que tener en cuenta que el neoliberalismo, como se le denomina para suavizar perfiles, solamente puede funcionar si su mecánica está alimentada por toda suerte de corrupciones, violencias y falsedades. Es inútil que se hable de intervenciones moralizadoras en él. Quienes lo conducen saben que abordar su gobernación con una cierta voluntad ética equivale a destruirlo y destruirse. Estructuralmente ese capitalismo faccioso es incapaz de supervivir en un medio moralmente oxigenado. Es anaerobio.