Clasismo disfrazado de excelencia
El ministro de Educación español, José Ignacio Wert, es un «ministro torero». No ya solo por su plan de fomentar la tauromaquia como un bien de interés cultural -y de asignar para ello un dinero público que luego niega para dotaciones en educación-, sino porque se comporta como un profesional de los muletazos que generan polémica para que la comunidad educativa embista e ir así cansándola. Es un «artista» de la provocación -desde aquel afán infame de «españolizar» a los niños catalanes al cuestionamiento actual de que un estudiante que no saque un 6,5 de nota de media deba seguir en la universidad o pueda acceder a una beca-, experto en enervar a diestro y siniestro mientras afila el estoque que puede acabar con los fundamentos de la escuela pública.
La propuesta de exigir mayores notas para acceder a las becas supone un cambio radical en el sistema. Estas dejan de ser un derecho al que se accede en determinadas condiciones socioeconómicas y, en coherencia con la religión neoliberal que inspira las decisiones del PP, se convierten un nuevo método de selección y clasificación en una sociedad estratificada y clasista. A diferencia de los hijos e hijas de las clases más castigadas, quienes tienen dinero no tendrán que superar prueba o reválida alguna para demostrar que son «excelentes» o especialmente brillantes. Wert alude a la cultura del esfuerzo y a la elevación de la exigencia académica para justificarse, pero exigir más esfuerzo a quienes menos tienen no es sino atentar contra la igualdad e institucionalizar el agravio por razón de clase social.
Para Wert, la educación pública debe regirse con técnicas de empresa privada y mentalidad de negocio, con los mismos planteamientos que empobrecen a la mayoría para que unos pocos, quienes controlan el lento y estrecho ascensor social, puedan seguir haciendo dinero a espuertas. Que no pueda terminar su faena exige no entrar a todos sus trapos, aunar fuerzas e iniciativas y plantarse ante el clasismo y el neofranquismo.