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Jose Mari Esparza Zabalegi | Editor

Los ojos extraños

«Primer toro asoma hocico/ músicas tocan zorzico/ cae el toro echo una bola/ y la música repite/ el Guernicaco Arbola»

Siempre me interesaron las miradas, «a- quellos ojos extraños», que sobre nuestros Sanfermines e- charon los viajeros. Ellos escribieron impactados y así descubrieron nuestra fiesta al mundo y también a nosotros mismos, pues buena parte de la conciencia de una comunidad proviene de ese espejo que alguien forastero nos pone delante.

Por ejemplo, en 1843 el sevillano Cañete se admiró de las boinas, de la gente «bailando con la sencillez de los pastores primitivos, tocando el tamboril y la dulzaina, y a veces entonando los melodiosos cantares y zorzicos, a los que dan una particular expresión las acentuadas palabras del vascuence». Al año siguiente, era el francés Laurent quien nos visitaba y llamó al txistu el «instrumento nacional» de Navarra. Durante la Gamazada de 1893, a un periodista madrileño le impresionó las veces que se cantaba el «Gernikako Arbola» en el tendido de la Plaza de Toros, y hasta lo puso en verso:

«Primer toro asoma hocico/ músicas tocan zorzico.../ cae el toro echo una bola/ y la música repite/ el Guernicaco Arbola...».

En 1951 el escritor suizo Tschiffely se vistió «como un vasco» para mejor integrarse y la honradez de las gentes le impresionó: «Durante las fiestas de San Fermín nadie ha sido objeto de robo por los honrados vascos, y hasta la cartera de un beodo o cualquier cosa de valor está perfectamente segura». Hemingway, además de escribir sobre los toros, se coció bajo «el sol vasco» de Pamplona, bebiendo de la bota «como lo hacen los vascos». El investigador georgiano Dzidziguri se prendó de la participación popular: «toda la ciudad sale a las calles. Las gentes van vestidas con trajes típicos, corren en grupos, cantan antiguas canciones vascas y danzan incansables».

¿Qué escribiría hoy día sobre los Sanfermines un viajero sensible? Empezando por el cohete, quizás se sorprendiera del despliegue policial, y su brutalidad, hasta enviar gente al hospital, por evitar que una sola ikurriña, una bandera legal al cabo, entrara en la Plaza. «Son raros estos navarros -escribiría- puedes meter en la plaza globos de la Coca-Cola, pero ninguna tela pintada». Luego, al ver el gigantesco telón tricolor por el que se retrasó el cohete, comenzaría a atar cabos y a fijarse en detalles menudos: los carteles reivindicativos de las calles rápidamente tapados, el brindis por los presos prohibido, las pitadas a los políticos... «Los navarros -deduciría- tienen un serio problema con su gobernanza. No hay libertad de expresión: hace 35 años reventaron los Sanfermines por prohibir una pancarta y siguen en lo mismo. Y de la misma manera que en el 68 se decía que la barricada cierra la calle pero abre el camino, aquí muchos piensan que una bandera retrasa el cohete pero acelera la esperanza».

Picado por la curiosidad, nuestro inquieto viajero se extrañaría de que las iniciativas populares indígenas, (Nafarroa Oinez, Gora Iruñea) sean apartadas del centro de la Fiesta, mientras las casas regionales españolas ocupan lo mejor de la ciudad. Y se extrañaría todavía más cuando al acercarse a ellas no encontrase trabajando a nadie de las regiones que representan, ignorando que todo es un montaje con subarriendos, sin otro fin que españolizar la fiesta. «Hemingway estaría tan borracho que le pareció estar en el País Vasco», podría escribir, confundido, nuestro viajero.

Y más confusión: al leer ciertas pancartas, una aguda viajera apuntaría: «Sin duda, los navarros son en extremo abusadores con las mujeres. Y en la Plaza de la Navarrería donde más ataques deben darse, a juzgar por el número de pancartas advirtiéndolo. Los peores deben ser los que hablan vascuence, a los que llaman babosoak». Sensible al tema, la viajera seguiría observando y al final de fiestas haría otro apunte: «No entiendo nada: jamás he visto un lugar donde tantos chicos y chicas estén de fiesta, día y noche, bañados en alcohol, y donde se produzcan menos agresiones, ni de sexo, ni de ningún tipo. Hasta a las familias más conservadoras de esta sociedad permiten a sus hijas púberes pasar la noche en esa bacanal etílica. Los vascos me han parecido de todo menos babosoak. Diría que son más reprimidos que buscones. Pero si ponen tantas pancartas por algo será». Y quizás añada: «es curioso que las agresiones sexuales más continuas que he observado no se denuncian: son las de los machos, y sólo machos, que se sienten con derecho a sacar la cola y ponerse a mear como cerdos en plena calle, aprovechándose, de forma injusta, de su anatomía. El hedor a meados masculinos, ofensivo».

En estos Sanfermines, con ojos extraños, un nuevo Ernest Hemingway y una nueva Eleanor Elsner andan libreta en mano tomando apuntes, para libros que definirán a los vascones en el futuro. Deberíamos informarles bien de lo que somos, de lo que no somos y de lo que nos quieren obligar a ser.

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