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La noche de las versiones vivientes

Cullum funciona mejor en recintos algo más pequeños, cuando puede tener una interacción más directa con el público. Pero en Donostia el repertorio y el show quisieron hacer justicia al tamaño del escenario y de la audiencia, y la música fue la perjudicada.

Yavhé M. DE LA CALZADA

No hay excusa para no venir al Jazzaldia, y menos en su primer día. No solo por los conciertos, el ambiente, o la ciudad, que da rabia de bonita que está. No hay excusa porque, además de todo esto, todos los conciertos que se pudieron ver en la inauguración de esta 48 edición fueron completamente gratuitos. En el Jazzaldia ya es tradición: música accesible para el gran público, al alcance de cualquiera. Y también jazz, claro. Ese es el eterno conflicto en los festivales, el jazz y lo que no es jazz. Un conflicto casi personificado en la figura de Jamie Cullum, auténtica estrella de la noche del miércoles.

Cullum es un crooner del siglo XXI atrapado entre la música y la industria, y entre quienes dicen que eso no es jazz y quienes creen que eso es el único jazz que un oyente casual puede escuchar sin acabar utilizando un sacacorchos como bastoncillo para los oídos. Ante el pánico social al concepto de jazz erudito, plomazo y ruidoso, cualquier cosa rebajada hasta el extremo puede servir para vender el jazz y su atractiva pátina de intelectualidad. Más allá de estos debates, Jamie Cullum no toca jazz. Si acaso flirtea con algún apunte, pincelada o ritmo pasajero, pero lo que él hace es pop. Buen pop, además, porque canta bien, toca con gracia, lleva una buena banda en directo y domina el escenario como pocos. Y aún así, en la Zurriola el concierto pinchó en varios momentos. El cantante funciona mejor en recintos algo más pequeños, cuando puede tener una interacción más directa con el público. Pero en Donostia el repertorio y el show quisieron hacer justicia al tamaño del escenario y de la audiencia, y la música fue la perjudicada, especialmente en algunas versiones desafortunadas, como «Love For Sale» de Cole Porter y «The Wind Cries Mary» de Jimi Hendrix o en innecesarias citas al omnipresente «Get Lucky» de Daft Punk e incluso al «Moanin» de Charles Mingus. Lo de las versiones es muy agradecido en directo, pero hay que tener cuidado con ellas.

Esos patinazos de Cullum se extendieron hasta el concierto de Robert Glasper, talentoso y prometedor pianista que tomó un desvío por el hip-hop hace un tiempo. La versión en directo de su Experiment se le queda un poco coja; al fin y al cabo, la gracia del proyecto es la mezcla de jazz y de hip-hop, y con su cuarteto (bajo, batería, teclados y saxo/voz) no suena ni a lo uno ni a lo otro. Su música no parece del futuro ni del presente, sino de una tierra de nadie en la que es difícil saber hacia dónde va o el sentido de la misma. El saxofonista Casey Benjamin, que ya empezó a tontear con el vocoder en el grupo Blackout de Stefon Harris, está lejos de suplir la presencia de un buen vocalista o, lo que realmente hubiese salvado la noche: un buen par de raperos. Afortunadamente, la rítmica de Derrick Hodge y Mark Colenburg sostenía el concierto, pero ni las partes solistas de Glasper (curiosamente influenciado por Chick Corea, y más lejos de su referencial Herbie Hancock), ni la escapada al saxo de Benjamin, estuvieron a la altura.

Y luego está el asunto de las versiones. Porque uno puede soportar otra mala versión del «Get Lucky» de Daft Punk en una misma noche, e incluso la enésima relectura del «Smells Like Teen Spirit» de Nirvana. Pero tocar «No Church In The Wild» de Jay-Z y Kanye West con Benjamin cantando -vocoder mediante- las partes del prodigioso Frank Ocean, es salirse del tiesto de forma escandalosa. Glasper es un músico valioso, y si se centra en el futuro puede hacer cosas muy importantes, pero debería saber que, con las cosas de comer, no se juega.

Por suerte, la noche se saldó con la infalible Shibusa Shirazu Orchestra, que renovó su memorable éxito del Jazzaldia de 2010. Con una veintena de japoneses sobre el escenario -entre músicos y bailarines-, la orquesta es una imparable máquina de groove e intensidad en la que improvisación, los ritmos frenéticos y la interacción entre música y espectáculo se aúnan para diseñar un show deslumbrante. Si Frank Zappa y Charles Mingus fuesen japoneses y montasen una orquesta, no sonaría muy alejada de lo que se escuchó en la Zurriola de madrugada. Como para no quedarse fascinado.

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