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Donde habitan las leyendas

El jazz sigue siendo territorio de leyendas. Algunos gigantes aún caminan entre nosotros, hijos de otra época en la que esta música se reinventaba y refrescaba sus parámetros casi en tiempo real. Aquellos días en los que Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis o Lennie Tristano hacían historia cada día, muchas veces, antes de tomar el primer café de la mañana.

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Yahvé M. de la Cavada

Lee Konitz y Pharoah Sanders vienen de aquellos años y son testimonio viviente de innumerables explosiones creativas a lo largo de las décadas. Por eso, sus actuaciones en la tercera jornada del 48 Heineken Jazzaldia iban más allá de lo musical. Pero hablemos primero de Dave Douglas, un músico que lleva un par de décadas sentando las bases para convertirse en una de las leyendas vivas de los próximos años. El trompetista, uno de los últimos renovadores de su instrumento, parece haber tomado el camino de Miles Davis: es un compositor excelente y como improvisador ya no tiene nada que demostrar, con lo que puede permitirse el rodearse de jóvenes que le superan en el aspecto interpretativo, y renovar sus filas cada vez que el proyecto lo reclame. Eso es lo que se pudo ver sobre el escenario de la Trinidad: un concierto soberbio a base de buenas composiciones y un grupo en el que cada miembro era un mundo en sí mismo. Especial mención merecen el extraordinario saxofonista Jon Irabagon -una de las grandes promesas del jazz del siglo XXI- y el portentoso pianista Matt Mitchell. Douglas es, ante todo, un líder mayúsculo. Su concierto fue (y probablemente, al cierre del festival, seguirá siendo) el mejor que se ha escuchado este año en la Trinidad.

Después salió al escenario una de las ya mencionadas leyendas: Pharoah Sanders. A mediados de los 60, el saxofonista fue elegido por John Coltrane para formar parte de su grupo, convirtiéndole al instante en un pedazo de historia del jazz y, seguramente, poniendo una enorme presión sobre él. Han pasado casi cincuenta años y de Pharoah Sanders queda su sonido y el homenaje al maestro, pero la furia desbordante de sus inicios está muy lejos ya, con lo que en Donostia el saxofonista interpretó un concierto amable y sin pretensiones.

A estas alturas -y con sus mermada capacidad física-, subirse a un escenario ya es suficiente para él. Comenzó con el «The Night Has A Thousand Eyes» que abría el mítico álbum «Coltrane's Sound», improvisando la friolera de veinte minutos sin muchas ideas interesantes, pero con un sonido de saxo precioso.

Como si lo hubiese dado todo en ese primer tema, a partir de ahí Sanders se mantuvo en un segundo plano, limitándose a la exposición del tema en «Naima» e improvisando brevemente en «Giant Steps», para recuperar algo de fuelle en su memorable «The Creator Has A Master Plan». Le apoyaba en estos huecos su grupo, muy competente, completado a última hora con el pianista Dan Tepfer en sustitución del fiel pianista de Sanders, William Henderson.

Tepfer venía, en realidad, con el grupo de Lee Konitz, que tocó esa misma tarde en el Kursaal un concierto verdaderamente emocionante. Konitz es uno de los más grandes supervivientes del jazz. Se dio a conocer en 1947 y, desde entonces, jamás ha cedido en su compromiso creativo con la música improvisada.

Su discurso sigue siendo original, espontáneo y excitante, a pesar de llevar 60 años tocando, como quien dice, los mismos temas. Su concierto lo confirmó, una vez más: el saxofonista representa la más pura esencia del jazz, demostrando que se puede tocar algo diferente y personal improvisando sobre viejos standards una y otra vez.

El jazz es eso. La continua reinvención individual sobre los acordes que uno tenga, sean estos más o menos habituales. En realidad, cuanto más habituales, más mérito tiene el poseer un discurso personal. Muy pocos pueden alcanzar esa excelencia improvisadora. Y, de entre esos elegidos, Lee Konitz es el improvisador definitivo.

Antes del concierto, tras recibir de manos de Miguel Martín el premio Donostiako Jazzaldia, Konitz dijo «no sé por qué me premian, solo soy un humilde saxofonista que intenta tocar el saxo alto lo mejor que puede». Tan sencillo como eso. Pero hay que tener el genio de Lee Konitz.

 

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