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Cardo o ave
El paraíso es un río que discurre bajo el sol de una tarde de julio». Fue, claro, un poeta quien acertó a describir tan certeramente este mes que se nos va. Se nos va. El sentimiento elegiaco camina de la mano del tiempo.
Fue otro poeta el que afirmó anhelante: «Quien al tiempo es ajeno ya es hermoso». El estío nos incita a ser ajenos al tiempo. Provisionalmente hermosos. La ciudad es tomada por los brazos y las piernas desnudas; las terrazas ponen en los árboles urbanos un brillo de cerveza; las calles se mueven al ritmo moroso de un trasbordo eterno. Por fin disponemos de tiempo, hasta disponemos de todo el tiempo. He oído a más de un escritor afirmar que fue el aburrimiento estival el que le empujó de niño a imaginar primero, y a escribir después. Ansío aburrirme, pero me temo que estoy ya perdido para la causa de un estado anímico tan noble: el simple y llano dolce far niente.
Me horroriza la hiperactividad de esos niños constantemente excitados a base de pantallitas y estímulos mediáticos, pero lo cierto es que yo tampoco puedo desactivarme, que -como el conejo blanco de Alicia- siempre llego tarde, hasta en pleno sofocante verano. Y me pregunto: «¿Es esto la vida? ¿Crisálida de nada?»; la verdad es que es Nuno Júdice, flamante premio Reina Sofía de Literatura Latinoamericana, quien se lo pregunta.
Y me vuelvo a preguntar cabizbajo, esta vez con José Hierro: «¿Tanto todo para nada?». Decido consultar el oráculo solar de Eugenio de Andrade, otro gran poeta portugués lleno siempre de iluminaciones, y me topo de bruces con esta imagen de estival inmovilidad vegetal: «Los cardos rastreando la tierra / en busca del corazón del agua». Y en la página siguiente: «En el ardor del verano / todo rumor es ave. / Vuela, corazón. / Y si no, arde». Arder o volar. Condenados a ser a veces cardo y otras ave.