Repensar el sector público para transformarlo es un ejercicio necesario. Siempre puede innovarse, incluso en un contexto económico como el actual, se puede hacer de una manera diferente con el objetivo de garantizar el buen funcionamiento de la maquinaria administrativa y la correcta prestación de los servicios públicos que los ciudadanos merecen. Al menos intelectualmente, no hay excusas para dar la espalda a esa tarea. En caso del sector público de la CAV, aunque haya crecido de forma exagerada debe decirse que no está sobredimensionado y que aguanta la comparación con los países del entorno. Es cierto también que muchas empresas públicas son un núcleo de clientelismo para colocar a personas afines en sus direcciones, gerencias y consejos de administración. Y que hay algunas que nadie sabe muy bien para qué sirven, que son manifiestamente ineficaces y muy poco transparentes.

El lehendakari Urkullu presentó ayer su plan para redimensionar y racionalizar el sector público autonómico. En grandes líneas, eliminará 50 empresas, reducirá un 21% el gasto y en un 20% los cargos directivos. Al margen de generalidades retóricas y del recurso a la propaganda, dejó una interrogante en el aire. Aunque evita en todo momento la palabra recorte y se empeñe en no llamar a las cosas por su nombre, le faltó concreción para despejar la duda de cómo va a hacer todo eso sin que suponga desmantelamiento, despidos y venta a intereses privados del valor añadido. La ecuación que sustenta esa decisión es sencilla: un sector más reducido equivale a una gestión más moderna y eficiente y mismo nivel de calidad en las prestaciones.

Más recortes no equivale a mejor servicio, Urkullu no debería abusar de esa fórmula. Y puestos en serio a racionalizar el sector público, de manera radical y en mayúscula, mejor haría en meter la tijera en las duplicidades con el Estado. Puede empezar por recortar en el superávit de seguridad y cuerpos policiales existente.