Apenas 80 personas se acercaron a la que era una de las citas más destacadas de esta edición de la Quincena Musical, al menos en cuanto a programa. El pianista francés Wilhem Latchoumia abordó primero un par de delicadas piezas de John Cage para piano preparado, un piano con diversos materiales introducidos entre las cuerdas para transformar su sonoridad en una pequeña orquesta de percusión. Llegó después el estreno de la única obra de esta Quincena inspirada específicamente en la destrucción de Donostia en 1813, efeméride que el festival está conmemorando a través de composiciones que en realidad no tienen una vinculación directa con el hecho. «Orduko orbainak», de Mikel Urquiza, busca las cicatrices que 1813 dejó en la topología de la ciudad y traslada ese mapa a la superficie del piano, que es golpeado, arañado y herido con el trasfondo de un coral de Bach, «¡Oh, cabeza lacerada y herida, llena de dolor y escarnio!», tomado de la Pasión Según San Mateo. Una pieza meditada e inteligente, y desde luego una adición valiosa a los actos conmemorativos, pero que pasó incomprensiblemente desapercibida para las autoridades -excepto una honrosa excepción-, para la prensa y hasta se diría que para la propia Quincena, que no hizo suficiente hincapié en la importancia del estreno.

La segunda parte estuvo dedicada a una obra de inconmensurable dificultad, las 36 variaciones que Frederic Rzewski compuso sobre la melodía de «El pueblo unido jamás será vencido» del chileno Sergio Ortega. De casi una hora de duración y muy raramente interpretada por su terrible exigencia física y mental, Latchoumia la presentó en forma esplendorosa, con una energía y virtuosismo inagotables. Era la primera vez que la tocaba en público y quedaron, como es comprensible, numerosos detalles por pulir, pero el francés logró recrear con gran riqueza de matices ese viaje por los estilos musicales con que Rzewski quiere simbolizar la unión del pueblo.