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Isabel Perez Abogada, colectivo Lumatza de Iruñea

La receta rusa en el Estado español, Ley de Vagos y Maleantes v. 2.0

Las autoridades europeas y españolas condenan la ley «antipropaganda gay» de Rusia por vulnerar derechos humanos, pero no se han activado los correspondientes mecanismos de Derecho Internacional que permitirían denunciar a Rusia como integrante del Consejo de Europa.

Dicha ley, según su exposición de motivos, condena la difusión de información que pueda llevar a los menores de edad a «malinterpretar la equivalencia social entre relaciones sexuales convencionales y no convencionales».

La expresión «equivalencia social» establece un juicio de valor negativo que no tiene fundamento jurídico dentro del sistema legal ruso. La homosexualidad fue descriminalizada en 1993, pero a partir de esta ley, expresar públicamente su «equivalencia social» merece una sanción administrativa.

Curiosamente, las autoridades rusas que redactaron la ley antipropaganda gay estarían a su vez incumpliendo la ley de 2002 contra acciones extremistas. Esta ley establece que será sancionada la propaganda sobre la exclusividad, superioridad o inferioridad de un individuo basada en su identidad social, racial, étnica, religiosa o lingüística, o su actitud hacia la religión.

Los estados se definen a sí mismos por un conjunto de normas que obligan a todos los poderes públicos y privados. Esta es la expresión de la soberanía, el uso de la fuerza destinado a hacer cumplir las leyes.

El Estado ruso cae en una contradicción flagrante que pone en entredicho el propio fundamento de su existencia. Esto ocurre porque el mismo Gobierno que sanciona la propaganda sobre la exclusividad, superioridad o inferioridad basada en una identidad social, legisla la lgtbfobia obligatoria; se prohíbe difundir que las personas LGTB no son inferiores a otros grupos sociales.

En el Estado Español se da la misma contradicción legal; aquellas conductas que deberían ser merecedoras de un reproche penal son llevadas a cabo por la propia administración política. Es decir, que las conductas administrativas que deberían ser calificadas de prevaricación se convierten en ley.

Concretamente, medidas discriminatorias por razón de orientación sexual o estado civil y medidas que obstaculizan el ejercicio de derechos fundamentales tales como el derecho a la manifestación. En épocas pasadas, estas medidas se recogían en la Ley de Vagos y Maleantes y se ejecutaban por los tribunales de Orden Público.

La ministra de Igualdad, Sanidad y Asuntos Sociales tiene la obligación de eliminar toda discriminación por razón de género y opción sexual. Por ejemplo, debe hacer cumplir el art. 6 de la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida que establece que «la mujer podrá ser usuaria o receptora de las técnicas reguladas en esta ley con independencia de su estado civil y orientación sexual».

Sin embargo, proyecta una reforma legal que convierte la prevaricación, esto es, la aplicación injusta de la ley, en norma. Así, excluirá de dichos tratamientos a las mujeres sin pareja masculina.

Por su parte, Gallardón proyecta una modificación del Código Penal que deja el art. 558 de la siguiente manera: «Serán castigados con la pena de prisión de tres a seis meses o multa de seis a 12 meses, los que perturben gravemente el orden en la audiencia de un tribunal o juzgado, en los actos públicos propios de cualquier autoridad o corporación, en colegio electoral, oficina o establecimiento público, centro docente o con motivo de la celebración de espectáculos deportivos o culturales. En estos casos se podrá imponer también la pena de privación de acudir a los lugares, eventos o espectáculos de la misma naturaleza por un tiempo superior hasta tres años a la pena de prisión impuesta».

Pero el art. 21 de la Constitución Española protege el derecho de manifestación como un derecho fundamental y en el art. 9.3 impone al Gobierno la obligación de remover los obstáculos que impidan el ejercicio de este tipo de derechos.

Así que la reforma propuesta por Gallardón no obedece el mandato constitucional; en lugar de remover los obstáculos para el ejercicio del derecho a manifestación, criminaliza a aquellos que pongan los medios, es decir, a quienes convoquen o informen de dichos eventos: «La distribución o difusión pública, a través de cualquier medio, de mensajes o consignas que inciten a la comisión de alguno de los delitos de alteración del orden público del artículo 558 CP, o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo, será castigado con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de tres meses a un año».

Pudiera parecer que, como dijo la señora Ana Botella, estoy mezclando peras y manzanas al comparar la ley antipropaganda gay rusa con la reforma penal proyectada por Gallardón.

Pero lo cierto es que entre ambas medidas hay una peligrosa similitud: el propio estado pierde su sentido de ser cuando incumple sus propias leyes. Y esto lo hace como quien dispara a discreción contra el enemigo.

Según el teórico Carl Schmitt, todo estado necesita un enemigo interno que cohesione a la población y legitime la obediencia, un criterio identitario. En Rusia son las personas LGTB las que están pagando el coste de la identidad nacional rusa y en el Estado español son la ciudadanía activa y las minorías.

La especial coyuntura económica española requiere un nuevo enemigo que pague el coste del ajuste presupuestario. Las minorías, sean de la clase que sean, étnicas, sexuales, nacionales, lingüísticas, etcétera, pertenecen a ese género indeterminado de los «otros» y por ello no merecen el gasto que genera garantizar sus derechos.

Se convierte así en realidad la profecía orweliana de «1984» por la cual el Ministerio de Justicia contraviene la Constitución y la ministra de Igualdad abandera la discriminación. Orwell acuñó la expresión «doblepensar» como «el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente».

Si el estado es un ente político dotado de soberanía, y la soberanía es la facultad de coaccionar a la población en nombre del Derecho, deberemos concluir que estado y Derecho son dos formas de referirse a una misma realidad.

Según lo expuesto, sostener que España es un estado de Derecho es un claro ejemplo de «doblepensar». Porque si el Gobierno de España incumple el Derecho, pierde su razón de ser como estado y la desobediencia civil se convierte en la única herramienta posible para hacer política.

Poco a poco, la ciudadanía se va vaciando de contenido hasta que quede reducida a la mera posesión de una carta de identidad determinada (pasaporte, NIE, DNI). Cada vez se parece menos a la expresión del «estado de derecho» que significa, simplemente, que todos los ciudadanos tienen garantizado el respeto a la legalidad vigente.

En Rusia podemos decir que no existe tal llamado «estado de derecho», y en España tampoco. La economía global trae consigo una política global en la que los estados pierden su razón de ser al contravenir sus propias leyes.

Mientras, el Estado español sigue la receta rusa de criminalización de la protesta y discriminación de las minorías, y Gallardón y Ana Mato cocinan en sus respectivos ministerios versiones 2.0 de la Ley de Vagos y Maleantes.

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