El interior de la Basílica de Arantzazu podría parecer un espacio enorme para un recital de canto y piano y, sin embargo, la voz de Ainhoa Arteta, que protagonizó el tradicional concierto de la Quincena Musical en el santuario, corrió sin dificultad a lo largo y ancho del recinto, lleno hasta la bandera para esta cita que ya se cuenta entre las más populares del festival. De hecho, a Arteta, de voz grande y proyección generosa, le sentó muy bien esta acústica que impregna los sonidos de un ligero cariz sinfónico. Los lieder del ciclo «Frauenliebe und Leben» (Amor y vida de mujer) se alejaron así de una intimidad y tendencia a lo pequeño que puede resultar comprometedora, gozando de una interpretación más expansiva pero perfectamente conocedora del estilo y de los recursos expresivos, y comunicando con gran credibilidad la alternancia de estados psicológicos que dibujan las poesías de Chamisso.

Tras tres hermosas canciones de Richard Strauss, el programa cambió de tercio para presentar música española, aunque las «Baladas italianas» de Albéniz, un desafortunado engendro juvenil a medio camino entre la música española, la italiana y algún toque francés, se cuenten entre los logros más discretos del compositor de "Iberia". La propia Arteta no pareció sentirse demasiado inspirada por el melodismo belliniano de este Albéniz de salón burgués, lo que se tradujo en una distancia emocional o comedimiento expresivo cuando quizá hubiera convencido más un enfoque pasionalmente italiano. Pero tras este pequeño bajón fue admirable el ritmo que imprimió Arteta al final del recital, con las tres «Tonadillas» de Granados, cantadas y actuadas con gracia y brillantez, y terminando de meterse al público en el bolsillo con las nada fáciles «Los dos miedos» y «Cantares» de Turina y tres bises en francés, italiano y euskara.