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Análisis | crisis de los rehenes en Nairobi

La guerra de Somalia llega a Kenia

El reciente ataque a un centro comercial en Nairobi por parte de milicianos Shebab vuelve a poner de manifiesto que en esa región africana se mantiene latente un conflicto que puede extenderse más allá de las fronteras de Somalia.

Txente REKONDO Analista internacional

Somalia se nos presenta como una realidad de un estado fallido, un cóctel de violencia perpetua, hambrunas, piratas y extremismo islamista. Una idea que se refuerza con imágenes y fotografías de jóvenes fuertemente armados y drogados en potentes vehículos, o de mujeres esqueléticas, rodeadas de moscas y con niños muriendo de hambre en sus brazos.

Los conceptos erróneos e interesados se han sucedido en las últimas décadas. La equiparación de un movimiento islamista local (la Unión de Tribunales Islámicos- UTI) con movimientos como Al Qaeda fue el argumento para promover una intervención extranjera en Somalia. El paraguas propagandístico del discurso surgido tras el 11-s también ha amparado el discurso occidental que presenta una realidad «muy peligrosa y muy mala» en Somalia.

Otro ejemplo lo encontramos en la simplificación del complejo sistema de clanes somalí, con múltiples divisiones y subdivisiones. Una realidad dinámica que se adapta constantemente a la situación política del país. Cualquier sistema que se introduzca es inmediatamente transformado por esa compleja estructura. Un poeta local lo definió así: «Yo y mi clan contra el mundo/ Yo y mi familia contra el clan/ Yo y mi hermano contra mi familia/ Yo contra mi hermano».

Algo parecido pasa con la idea de Gran Somalia. Si bien la estrella de cinco puntas de su bandera hace referencia a cinco regiones de mayoría somalí (Somalia, Somaliland, regiones de Etiopía, Djibouti y el norte de Kenia), es un concepto que nunca se ha materializado como Estado-nación y que no cuenta con el apoyo de la mayoría del pueblo somalí. Pero también es un recurso dialéctico utilizado por otros actores, como Kenia y Etiopía para justificar sus intervenciones.

Frente a lo malo y peligroso también existe lo positivo y esperanzador. Curiosamente, pese a todo, Somalia ha sabido desarrollar una tecnología importante. Su sistema de telefonía móvil es uno de los más desarrollados y baratos de África, y el de transferencias monetarias, de los más efectivos del continente. El uso de Internet, sobre todo entre las comunidades que viven en el extranjero, ha permitido estructurar su importante diáspora.

Kenia se ha convertido en protagonista de esta historia mucho antes del ataque de la pasada semana contra el centro comercial de Nairobi. Hasta ahora ha sido impulsor y beneficiario del conflicto somalí.

La afluencia de refugiados, las acciones de piratas y los secuestros de extranjeros encendieron las alarmas keniatas. Sus dirigentes veían peligrar el negocio turístico y pesquero, claves para su economía. Por eso, con la excusa de combatir a Al Shebab, Kenia decide intervenir unilateralmente e invadir y ocupar el sur de Somalia, lo que ha empeorado la situación.

El objetivo de Kenia siempre ha sido defender sus propios intereses. A los ya citados habría que añadir el proyecto de oleoducto para transportar petróleo desde Sudán del Sur y Uganda hasta el puerto de Lamu, cerca de la frontera con Somalia, y el control del negocio del carbón en el puerto somalí de Kismayo.

Para ello, las autoridades kenianas estimaron oportuno crear una especie de territorio-tapón entre Somalia y Kenia ante la imposibilidad de controlar la enorme y porosa frontera que comparten. Por eso, tras su invasión tejieron alianzas con milicias locales como Ras Kamboni (otrora aliada de Al Shebab) y permitieron la creación de una zona (Jumbaland) que reclama su autonomía del Gobierno central somalí. Eso le ha ocasionado serias disputas con Mogadiscio, que no quiere perder más territorio, y con Al Shebad, expulsada de su bastión.

Pero, además, en Kenia residen importantes comunidades somalíes. Un ejemplo extremo es Dadaad, el mayor campamento de refugiados del mundo, instalado para acoger a unas 90.000 personas, pero que sobrepasa el medio millón de somalíes, que viven hacinados en condiciones penosas y sujetos a todo tipo de arbitrariedades por parte de las corruptas fuerzas de seguridad keniatas.

Por otra parte, está el llamado distrito somalí de Nairobi, Eastleigh, que algunos llaman también «Mogadishu Kidogo» (pequeño Mogadisco). Este barrio, de ciudadanos keniatas de origen somalí, sin servicios del Gobierno keniata, ha desarrollado decenas de prósperos negocios, motivo de envidia y de acoso por parte de la población keniata y de militares y policías.

Evidentemente, ambas zonas se pueden convertir, si no lo han hecho ya, en focos de reclutamiento para organizaciones como Al Shebad, y pueden enrarecer todavía más la convivencia entre ambas comunidades.

Actores regionales e internacionales también han jugado su parte en este conflicto. La llegada de refugiados somalíes ha causado en ocasiones preocupación, pero, en otras, la defensa de sus intereses ha llevado a los estados vecinos a apoyar a determinados sectores somalíes. Fuerzas de paz, mediadores o protectores de sus intereses, Uganda, Etiopía, Djibouti o Burundi han tomado parte en el conflicto. En unas ocasiones con tropas desplegadas en territorio somalí y, en otras, entrenando militarmente a alguna de las partes enfrentadas.

Por su parte, EEUU ha repetido el mismo guión bajo los mandatos de George W, Bush y Barack Obama. Sus intervenciones directas o de apoyo a las actuaciones de los estados vecinos han empeorado la situación, contribuyendo a la radicalización de Al-Shebab y amenazando con que el conflicto acabe extendiéndose más allá de las fronteras de Somalia.

Al-Shebab es, sin duda, otro de los protagonistas, sobre todo a raíz de su último ataque. Los días previos se sucedieron los «análisis» que hablaban de división interna, fuertes enfrentamiento y debilidad tras perder el control de territorios clave, además de los muchos enemigos a los que hacer frente.

Sin embargo, ha demostrado su capacidad al cumplir su amenaza de venganza contra Kenia, con ataques en Mogadisco (incluso contra el presidente) o contra el nuevo hombre fuerte de Jumbaland y aliado de Kenia.

Además, el ataque contra el Westgate Hill ha puesto en escena un nuevo modelo de atentado, similar al que tuvo lugar en 2008 en Mumbai: una decena de militantes armados con armas ligeras y mucha munición, sin intención de negociar nada y dispuestos a morir por su causa, eligen un objetivo que saben les va a proporcionar centralidad mediática.

No es sencillo adivinar o predecir el devenir de este conflicto. Pero es evidente que la solución no llegará de la mano de las intervenciones extranjeras y sí podría hacerlo de una combinación de fórmulas tradicionales y modernas de Gobierno, y con menor peso de un Ejecutivo central, hoy en día inexistente. Los «experimentos» que han tenido éxito en Somalia han surgido desde abajo y nunca de imposiciones foráneas.

El pueblo somalí comparte en su mayor parte idioma, etnia, cultura y religión, y sobre todo su lucha y deseo por mantener la región libre de influencias e imposiciones extranjeras.

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