En su nueva experiencia cinematográfica compartida, los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu han desarrollado su trama en esos idílicos paisajes montañosos que delimitan Suiza con el Estado francés, un lugar con impronta de «civilizado» cuya calma cotidiana suele verse alterada en cuanto se descubre un cadáver en sus sótanos de lujo o bajo los muy cuidados césped de sus jardines de postal. En esta escenografía en la que Patricia Highsmith escribió algunas de sus novelas policíacas, también habita un profesor de literatura que hubiera compartido más de una charla o crimen con el highsmithiano Tom Ripley. Mathieu Amalric presta su imagen a este personaje repleto de inquietantes matices que progresivamente se asoman de entre una trama irregular y que apunta en demasiadas direcciones.

Los Larrieu no se han conformado con crear una especie de monstruo involuntario que no duda en seducir a toda aquella alumna que se cruza en su camino, sino que además han recreado un sórdido espacio familiar en el que el protagonista comparte una singular relación de ribetes endogámicos con su propia hermana.

El detonante de este thriller con coartada intelectual de por medio es el trágico desenlace de una fugaz relación que el profesor encarnado por Almaric comparte con una de sus alumnas. A partir de ese instante, la rutina del protagonista se convulsionará cuando haga acto de presencia la madrastra de la joven, que ha desaparecido sin dejar rastro. A ratos farragosa, pero no exenta de interés, la historia se mantiene gracias a la buena labor del reparto y a unos cuidados diálogos que culminan en la excelente frase que da título a la película, «El amor es un crimen perfecto».