ANÁLISIS | Diálogo entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP
La Habana, un proceso que merece un reconocimiento
Yezid Arteta, ex combatiente de las FAR-EP y exprisionero, afirma a propósito del primer aniversario de la constitución de la mesa de diálogo en Oslo que lo acontecido en La Habana «merece un reconocimiento», al tiempo que resalta la voluntad de ambas partes.
Yezid ARTETA | Excombatiente y exprisionero e investigador asociado de la Escola de Cultura de Pau de la UAB
Era principios de los ochenta. Una hilera de guerrilleros esperábamos el turno para que el ranchero depositara en nuestros tazones unas cucharadas de lentejas cocinadas con mera sal. Costaba llevar las provisiones hasta el campamento donde funcionaba la escuela nacional de formación de cuadros de las FARC. Un remoto, selvático y frío lugar ubicado en uno de los pliegues de la Cordillera de los Andes.
Allí estaba Timoleón Jiménez. Dirigiendo. Un muchacho igual que la mayoría de los que allí estábamos. Pensábamos llegar al poder mediante una insurrección armada. Nos entrenábamos para ello y por ratos bromeábamos y nos reíamos. En ese entonces a nadie se le ocurrió pensar que la guerra llegaría hasta el siglo XXI y que Timo, como lo llamábamos, se convertiría en el máximo jefe de la FARC, que busca un acuerdo con el Gobierno para poner fin al conflicto.
Hace un año comenzaron las negociaciones. Un tiempo corto si se compara con lo que han durado otros procesos de paz en el mundo. Un tiempo largo para Santos y su equipo que están apuntando hacía la reelección y el calendario electoral les apremia. No hay dudas sobre la voluntad de las partes para llegar a un acuerdo pero lastimosamente la búsqueda de la paz con las FARC y, eventualmente, con el ELN nunca ha sido una meta de Estado y los altibajos políticos han afectado las negociaciones hasta hacerlas fracasar.
En un tiempo record, Mauricio Jaramillo por las FARC y delegados del Gobierno suscribieron una agenda realista de seis puntos que abrió paso a una segunda fase: la negociación en La Habana. Ese fue el primer avance puesto que jamás se había alcanzado a llegar hasta ese peldaño con las FARC. Sobre el tema agrario, donde hay que buscar la etiología del conflicto, existen acuerdos parciales. En cuanto a la participación política hay nudos que desatar pero la negociación no está estancada porque Gobierno y guerrilla han trabajado sobre los restantes puntos.
Si se compara con los intentos del pasado o con procesos ocurridos en otras latitudes hay que decir con honestidad que lo sucedido hasta ahora en La Habana merece un reconocimiento. Ambas delegaciones han trabajado a un ritmo frenético. No es un proceso estacionado o muerto como pretenden hacerlo ver quienes han apostado por su fracaso o exigen velocidades cinematográficas.
Desde el principio, el proceso ha recibido ataques. Hay sectores que le apuntalan a una estrategia de sabotaje a fin de crear un ambiente de caos que aleje la posibilidad de esclarecer muchísimos episodios del conflicto ligados al despojo de la tierra. Existen poderosas estructuras políticas y militares vinculadas a la ultraderecha y el caciquismo regional que se valen del paramilitarismo y el gansterismo para obstruir el camino de la paz y la reconciliación.
En el pasado hubo en Colombia negociaciones relativamente exitosas con grupos guerrilleros izquierdistas, nacionalistas e indigenistas. Todo fue más fácil porque las víctimas carecían de visibilidad y los delitos de lesa humanidad estaban en el limbo.
La actual negociación está cruzada por estos dos vectores y, por tanto, los delegados en La Habana se encuentran con la dificultad de lograr un pacto político o solución intermedia que beneficie a las partes y reconozca el derecho de las víctimas. El acuerdo debe sostenerse sobre una estructura jurídica atemporal conforme al derecho interno e internacional que pueda resistir los futuros vaivenes políticos y otorgue seguridad a los integrantes de una guerrilla que eventualmente se transforme en proyecto político y social.
Hay temas estructurales que las partes pueden redireccionar, sin embargo, son los potentes movimientos sociales que han irrumpido en la vida nacional los que tienen la última palabra. Los paros agrarios en rechazo a los Tratados de Libre Comercio y contra la despiadada explotación transnacional de los recursos naturales, amén de la creciente protesta urbana contra la legislación educativa y sanitaria, son pruebas palmarias de que el fin del conflicto va más allá de la firma de un acuerdo entre el Gobierno y la guerrilla.
Las fuerzas militares y la guerrilla conservan cuantioso poder de fuego y la guerra se puede extender indefinidamente y más si se juntan otras violencias estrictamente criminales que abrevan en la actividad del narcotráfico y la extorsión a gran escala. El peor escenario para Colombia estaría en el fracaso de estas negociaciones. Tanto el Gobierno como las FARC pueden salir maltrechos si no alcanzan un acuerdo razonable para poner fin al conflicto. La popularidad de Santos está por los suelos a raíz de su errática manera de abordar las vigorosas protestas campesinas que paralizaron al país y solo cabe la posibilidad de reanimarse si desde La Habana sale humo blanco.
Por otra parte, la continuación de la guerra puede convertir a las FARC en una organización de simple resistencia armada y sin posibilidades de triunfo por la vía insurreccional. En cambio, las FARC tienen la oportunidad de transformarse a través de la negociación en un proyecto político-social viable que puede generarle réditos en un futuro inmediato.
En el mapa político regional no hay que perder de vista la apuesta que hacen Cuba, en calidad de país garante, y Venezuela como acompañante, para que el proceso de paz salga airoso. Para la izquierda latinoamericana resulta beneficiosa tener a una guerrilla transformada en movimiento político legal que contribuya a fortalecer los ideales progresistas en Colombia, un lugar donde la persistencia del conflicto se ha convertido en un pretexto para que los sectores más militaristas y reaccionarios se atornillen en el poder.