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Sitges: Desesperar a cualquiera para, más tarde y siempre a última hora, compensar el agravio

Víctor ESQUIROL | SITGES

Nuestro festival de cine fantástico favorito, al igual que el arte/ industria que homenajea, parece regido por un código semi-oculto. En nuestro caso, quizás no se ve, pero sin duda es sufrido (o disfrutado, ojo) por los mortales que estos días aparcan sus pecaminosas almas en el Auditori, el Prado y/o el Retiro. Requisitos sine qua non para que el mundo -al menos Sitges- no desaparezca. El primero, jugar con la paciencia del personal, alcanzó su cénit el pasado miércoles, en una jornada en la que el Auditori se salvó de la quema seguramente porque ninguno de los asistentes (público, crítica, artistas...) tenía a mano un lanzallamas. Ocho y media de la mañana, empieza la proyección de la esperadísima -y algo decepcionante- «The Congress». Cuando ha transcurrido una hora, la imagen se queda congelada y... Nada. Diez minutos de pausa. Seguimos. Un cuarto de hora después, lo mismo. Las maravillas de la era digital. Un desastre.

Por si dos interrupciones no fueran suficientes, en la siguiente sesión sucede lo mismo. A falta de poco menos de cinco minutos para el desenlace de «Open Grave», el proyector dice basta. Y hasta aquí. Tal cual. Nos vamos sin saber cómo termina la maldita película, y poco después nos ponemos en tensión con la cara de Gonzalo López-Gallego, director de la susodicha cinta, en la rueda de prensa. ¿Un poema? No. Mucho más. Y suerte que se olvidó de traer el queroseno. Pero no hay tiempo para coger aire: en la factura del carnicero hay una nueva víctima: «Mala», de Adrián Caetano, directamente no va a poder proyectarse. Se ha perdido demasiado tiempo y hay que saltarse una casilla. Se siente; c'est la vie. Cosas de tener una parrilla donde las películas se apelotonan como si estuvieran en el camarote de los hermanos Marx. Cosas de Sitges, en definitiva.

Vacas sagradas de Sitges

Por suerte, hay otros rasgos distintivos que, de algún modo u otro, consiguen salvar la fiesta. Por ejemplo, el aplastante peso del continente asiático. De ahí proviene la santísima trinidad de Sitges: Takashi Miike, Sion Sono y Johnnie To. Tres vacas sagradas sin las cuales parece que no pueda haber certamen. En esta ocasión se han alineado los astros (nunca mejor dicho) para todos sus fans: los tres presentes y cada uno con dos larg(uísim)ometrajes. De momento, y a la espera de la entrada en escena del híper-prolífico Miike, la palma se la lleva el incombustible «Juani To». Después de desconcertar con «Blind Detective», dio un golpe de autoridad con la ovacionada «Drug War».

Viejas fórmulas

No le busquen el elemento fantástico; tampoco vayan a preguntar al respecto a ningún programador, a no ser que busquen una conversación de lo más incómoda. Lo nuevo del maestro del cine de acción de Hong Kong es un potentísimo relato criminal en el que nadie está a salvo (espectadores incluidos). La maestría y precisión detallista de «The Wire» saltan a la gran pantalla. La fórmula es la de siempre: buenos contra malos; polis contra cacos; anti-vicio contra narcotraficantes... Sólo que ahora la línea que los separa se diluye en la justa medida para que el extenso proceso de caza (que parece rodado en majestuosa cámara lenta) se muestre más fascinante que nunca. Johnnie To tira de músculo y de cerebro en cada fase del relato, jugando con la ambigüedad moral durante la cocción y con una calculadísima fuerza bruta en el punto de ebullición. La clásica película con la que Tarantino babea. La clásica película que, de aquí unos años, cuando a alguien en Hollywood se le ocurra hacer un remake decente (¿Recuerdan a Scorsese?), y por ello le lluevan oscares, va a tocar recuperar y recordar que en Sitges, cuando conseguimos calmarnos, la disfrutamos antes que nadie.

REGLAS DEL JUEGO

Sitges parece regido por un código semioculto. En nuestro caso, quizás no se ve, pero sin duda es sufrido (o disfrutado, ojo) por los mortales.

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