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el kurdistán sirio

Al-Assad aún respira en Kurdistán

A pesar del casi hegemónico control kurdo en el noreste de Siria, tanto el centro como el aeropuerto de la capital de Kurdistán Occidental siguen bajo control de Damasco.

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Karlos ZURUTUZA | Qamishlo

Toda la zona está bajo control pero tened cuidado en el centro de la ciudad». Es el consejo de un miliciano kurdo en la puerta oriental de Qamishlo. «extraña» es uno de los adjetivos más recurrentes a la hora de describir la situación en la capital kurda de Siria.

Situada a 680 kilómetros al noreste de Damasco e incrustada contra la valla fronteriza que la separa de su hermana Nusaybin, en Kurdistán Norte, esta ciudad de 200.000 habitantes es conocida por sus multitudinarias procesiones cristianas en Semana Santa, que coinciden casi en el tiempo con la también masiva celebración del Newroz, el año nuevo kurdo y persa.

Qamishlo -Qamishli en árabe- es el tubo de ensayo de la convivencia entre su mayoría kurda y asirios, armenios y árabes, pero también la probeta en la que empezaba a germinar el levantamiento kurdo. Corría marzo de 2004 cuando un partido de fútbol en el estadio local derivó en una reivindicación nacionalista que acabó siendo sofocada con docenas de muertos a manos de la policía.

Exactamente siete años más tarde, en marzo de 2011, los kurdos apostaron por una neutralidad que les ha llevado a enfrentarse tanto a Gobierno como a oposición, llegando a hacerse con el control de Kurdistán Occidental en julio de 2012. O de casi todo, ya que al-Assad todavía está presente tanto el centro de Qamishlo como en el aeropuerto de la ciudad. Un vuelo diario conecta el lejano noreste sirio con la capital del país.

«Nadie puede viajar desde aquí por carretera hasta Damasco», asegura Hamid, un antiguo comerciante de pollos que ha sustituido su negocio por el más lucrativo de la gasolina. La vende desde un pequeño puesto a la entrada oeste de la ciudad.

«Me la traen a diario desde Banyas -en la costa mediterránea-. Son tantos los controles de todas las facciones a los que hay que pagar un arancel que el precio de la gasolina ha pasado de las 15 libras sirias el litro -10 céntimos de euro- a 300».

Ante esta tesitura, los residentes locales han desempolvado sus bicicletas y, si bien el precio del resto de los productos de consumo no se ha multiplicado por 200, lo cierto es que el precio de la vida es casi inabordable.

«Yo cobro 20.000 libras sirias -unos 110 euros. Antes de la guerra vivía con todas las comodidades pero hoy apenas puedo mantener a mi familia», explica Qadir, profesor de primaria. «No quiero tener que marcharme pero es posible que no me quede otro remedio».

Un día una persiana de un comercio permanece echada; el correo no llega, ni tampoco los resultados de los exámenes... Son señales casi inequívocas de que otra familia más ha huido para engrosar las filas de los 200.000 refugiados de Kurdistán Occidental que, según datos de Naciones Unidas, languidecen hoy en los cinco campos de refugiados en Kurdistán Sur, o en miles de pisos «patera».

También falta la luz, a veces el agua y las comunicaciones se mantienen gracias a la cercanía con la frontera turca. Prácticamente todos los sirios del norte son usuarios de la telefonía móvil turca aunque un mensaje automático del Ministerio de Turismo sirio salte cada vez que MTNSYRIA despierta de su letargo: «Llame al 137 para información turística o reclamaciones».

Orden entre el caos

«Dentro de lo malo no nos podemos quejar. Hemos perdido mucho pero también hemos conseguido avances inéditos», apunta Hozan, un joven que se habría licenciado ya en Ingeniería Civil de no ser por la guerra. Por el momento colabora en la edición de un periódico local kurdo, una lengua que, dice, su padre le enseñó a escribir de pequeño y en secreto -«No se lo digas a tus profesores en la escuela-».

Otros de entre los logros en la revolución «paralela» kurda de Siria son los centros sociales y de apoyo a la mujer, las escuelas en lengua kurda, así como una gestión del territorio que abarca desde la seguridad hasta la recogida de basuras. Aunque muchas veces esta acabe ardiendo en el cauce seco del Jaghjaghah, que disecciona Qamishlo de norte a sur.

Si todo funciona, más o menos, es gracias a la labor de un auténtico ejército de voluntarios, como los que dirige Hashim Mohamed, jefe de la Asayish, la policía kurda. Un enorme retrato de Abdullah Ocalan preside su despacho, en una comisaría cercana al centro de la ciudad. A su lado, un poster despliega un idílico paisaje nevado. Podría ser un valle de los Alpes pero no hace falta irse tan lejos.

«Es una zona de la frontera con Turquía, combatí allí durante años», recuerda con nostalgia indisimulada este exguerrillero del PKK, quien asegura haber coincidido con miembros de ETA en Libia hace 20 años.

Mohamed transmite a GARA que el suyo es un cuerpo formado por 4.000 voluntarios. Incluso llega a admitir denuncias sobre supuestos abusos a presos al principio de la revolución:

«Era una situación completamente nueva para todos y se cometieron errores», explica Mohamed subrayando que, a día de hoy, dicho escenario sería «impensable».

La existencia de patrullas pro-gubernamentales a escasos metros alimenta los rumores sobre un supuesto pacto secreto entre al-Assad y el Partido de la Unión Democrática (PYD), la agrupación política dominante entre los kurdos.

Asia Abdala y Salih Muslim, co-líderes del movimiento, niegan tajantemente a GARA tales acusaciones, un discurso que también suscribe el comandante de la policía kurda:

«Ellos no entran en nuestra zona ni nosotros en la suya. No nos coordinamos, simplemente nos ignoramos».

Tabúes

Por el momento, al-Assad sigue saludando sonriente desde un mural en el edificio de correos de Qamishlo. Justo en frente, su padre despliega una bandera siria desde la escultura que preside la plaza principal del centro de la ciudad. Es el punto de encuentro de unos encapuchados vestidos de negro antes subirse a una camioneta artillada y pintada con la bandera siria.

«Son sabihas, civiles a los que el régimen pagó y armó al principio de la revolución», espeta Edmon, un cristiano local cercano a la oposición a Damasco.

«No hables, ni les mires ni lleves tu cámara a la vista», aconseja.

Si bien no hay un puesto de control fijo, un registro inesperado puede acarrear problemas a un informador que ha cruzado a esta parte del país con el consentimiento de los kurdos, pero sin el de Damasco.

Dejando atrás la plaza principal, los otrora ubicuos retratos de la saga de los Assad han desaparecido de escaparates, restaurantes y parabrisas. Pero tampoco son visibles las enseñas kurdas ni los retratos de Ocalan.

Los policías de tráfico descansan en sus garitas pintadas con la bandera siria; los puestos del bazar están repletos de género y gente, y en las pastelerías se siguen vendiendo los dulces locales de miel y almendras.

«Este hombre que nos acaba de servir es hermano de un conocido torturador del régimen en Alepo», explica Edmon. «Aquí todos sabemos quién es quién pero nadie habla de política. Nadie quiere problemas».

 
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