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CRíTICA: «Una cuestión de tiempo»

Hay que vivir más de una vez para aprender a rectificar

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Mikel INSAUSTI

La alegoría que maneja Richard Curtis en «Una cuestión de tiempo» simboliza la necesidad humana de la experiencia. Como quiera que solo disponemos de una vida, haría falta volver a nacer para aprender de los errores y rectificar en consecuencia. Puesto que esto no es posible, se sirve de la ficción para imaginar la posibilidad de lograr dar marcha atrás en el reloj vital y retornar a ese preciso instante en que se cometió el error, con tal de subsanarlo debidamente.

Al incorporar el tema de los viajes temporales a la comedia romántica, el creador de «Love Actually» le da un toque fantástico al género que siempre ha frecuentado tanto como guionista como realizador. Pero lo hace de una forma moderada, dejando claro que lo suyo no es la ciencia-ficción. Presenta una familia muy inglesa en la que los varones tienen la facultad de regresar a momentos de su existencia que recuerdan vivamente, por lo que dicha facultad es limitada y no les permite avanzar hacia el futuro o retroceder en el pasado histórico.

Por más que los desplazamientos en el calendario sean cortos, el joven protagonista no puede evitar las paradojas espaciotemporales. Su intención es corregir sus deslices amorosos, pero la regresión provoca alteraciones en el destino de los demás y se produce un efecto mariposa, por culpa del cual la chica amada llega incluso a olvidarse de él. Es su padre el encargado de advertirle del peligro que corre, en un acto de proteccionismo que implica una atención mayor a la relación paternofilial.

Dado que el rol paterno recae en un actor de la categoría de Bill Nighy, Curtis ha sentido la tentación de dedicarle al final tanto metraje como a Rachel McAdams. Al combinar la parte dedicada al romance que protagoniza Domhnall Gleeson con la relativa a la convivencia familiar la duración se alarga más de los recomendable, tal vez debido a que el autor ha querido abarcar demasiado por tratarse de la película con la que se despide de la dirección. En ella no podían faltar bodas y funerales, con la canción «Il mondo», de Jimmy Fontana, para el altar e «Into My Arms», de Nick Cave, para el sepelio.

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